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En Francia, cuando
terminan de ver “El acusado”, los espectadores se lanzan a debatir el fondo de
la cuestión. En España no. Primero porque aquí el cine francés apenas existe en
las carteleras y en las plataformas digitales, y casi nadie ha visto la
película. Y segundo porque en España este debate ya nadie se atreve a
plantearlo. En público supone el linchamiento inmediato, y en privado, tres
cuartos de lo mismo. Pero bueno: aunque sea con mucho tiento, voy a meterme en
el berenjenal. Para empezar, ni siquiera debería decir berenjenal, porque la
berenjena se parece demasiado a un falo, como atestigua el emoticono de
WhatsApp, y la berenjena, por tanto, ya es falocéntrica, patriarcado de toda la
vida.
No hace mucho, una de las
pretorianas de Irene Montero afirmó que todos los hombres somos unos violadores
en potencia. Lo que siendo estrictamente verdad -pues en “potencia” casi se
puede ser cualquier cosa- no deja de ser una maldad lacerante. Una misandria elevada
al cubo. Ese es el nivel de debate en ciertos sectores del partido al que yo
mismo voto. O votaba, que ya no sé. Como para ver “El acusado” y salir a
conversar alegremente por ahí, incluso declarándome simpatizante del rojerío
bolivariano.
Me quedé de piedra cuando
leí aquella declaraicón. De pronto quedaba inaugurado un tiempo sin matices en
el que todos los hombres éramos unos violadores a merced de un arrebato. De los
violadores de la Manada, por poner un ejemplo, ya no nos separaba un absoluto
moral. Los mismos que seguíamos el caso por la tele y pedíamos que les
condenaran a la castración -o a algo parecido- de pronto nos tapábamos las
partes por si se resbalaba el hacha del verdugo. Los hombres ya éramos de nuevo
culpables de nacimiento, pecadores originales, como si nos hubieran revertido
el sacramento del bautismo.
“Yo sí te creo”, rezan las
pancartas más entusiastas. Pues mira: según. La mayoría de las veces puede que sí.
Pero conozco varias historias -reales, cercanas, dolorosas- en las que no había
que creer a la denunciante. O no del todo. En la peli, por ejemplo, yo creo a
Mila; pero también le creo a él. Nos pasa, supongo, a la mayoría silenciosa.
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