En el calor de la noche

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En provincias, cuando yo era pequeño, el único actor negro al que conocíamos por su nombre era Sidney Poitier. Los demás, que tampoco eran muchos, eran “los que salían” en tal película o en tal serie de la tele. Estaba, por ejemplo, el amigo de Kirk Douglas en “Espartaco”, que también hacía de secundario en muchas películas del oeste. Y el soplón que trabajaba las calles y las prostitutas en “Starsky y Hutch”. Y la criada de “Lo que el viento se llevó”, y el pobre chico al que Atticus Finch salvaba de la horca en “Matar a un ruiseñor”. Y Bill Cosby, claro, que entonces era mucho de reír, como diría el señor Barragán, y Richard Pryor, que hacía de tontaina en las películas de Gene Wilder y en una secuela ya  olvidada de "Supermán".

Y el actor que hacía de Kunta Kinte, por supuesto, que con sus marcas de latigazos dejó marcada a toda nuestra generación. Su tortura despertó en nosotros la conciencia de que existía una tara psiquiátrica llamada racismo que llevaba varios siglos propagándose entre los genes y la cultura.

Recuerdo que Sidney Poitier le gustaba mucho a mi madre. Físicamente y actoralmente, quiero decir. Sobre todo en “Adivina quién viene esta noche”, que era la película de cabecera en nuestra cinefilia familiar. Siempre que la pasaban por la tele cenábamos en el salón y no en la cocina, no te digo más. Cada vez que Sidney Poitier aparecía en pantalla, mi madre exclamaba: “¡Qué guapo es..!”, y yo notaba que había un puntito de autodescubrimiento en su admiración. Como una sorpresa no confesada de excitación. 

 Nosotros, como todo nuestro vecindario, solo éramos unos tardofranquistas ignorantes. Los únicos negros que veíamos por León eran los manteros que vendían bolsos y baratijas en las fiestas patronales, siempre con un ojo en el cliente y el otro en la policía que rondaba sus negocios. Les veíamos dos o tres días al año cuando bajábamos a la feria o a los fuegos artificiales, y nos llamaban la atención como ahora nos la llamarían los extraterrestres venidos de Marte. Éramos muy paletos, y estábamos muy poco vividos.