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Nochevieja de 2017
Ceno en casa de Jana. De hecho, ya vivo allí. En realidad es nuestro segundo intento de convivencia, porque el primero fue -por decirlo de algún modo- tragicómico, falto de sustancia y de convencimiento. Yo echo de menos mi casa -tan aislada de ruidos, tan tranquila, tan fácil de calentar- pero el amor requiere sacrificios y yo, por Jana, a pesar de todo, estoy dispuesto a perpetrarlos.
Mi madre pasa la noche con nosotros. Es la primera Nochevieja que pasa fuera de su casa en casi cincuenta años. En un momento dado, paso por la cocina a recoger algo y la sorprendo llorando en un rincón, un poco por todo: por la desubicación, porque falta mi hijo -que está con su madre-, porque el amor que yo creo floreciente visto desde fuera no tiene remedio ni perdón. Le digo que no se preocupe, que las cosas van bien, pero en verdad no me lo creo del todo.
Nochevieja de 2018
He regresado a mi casa de antes. Estaba de nuevo disponible en el mercado. Los dioses suelen darte por un lado lo que te quitan por el otro. Pero esa Nochevieja no la paso en La Pedanía, sino en León, en casa de mi madre. Jana se ha quedado en la suya, con sus responsabilidades y sus turnos de trabajo. En realidad seguimos juntos, pero no estamos. O puede que sea al revés... Es todo muy raro. Hemos roto y vuelto tantas veces que en ocasiones, cuando me preguntan, me quedo dudando y la gente me mira sin comprender. Deben de pensar que soy imbécil. Que somos imbéciles.
La explicación más simple es que ninguno de los dos se atreve a dejarlo para siempre. Estamos muy hartos, pero también muy solos. Hay desencuentros inconsolables, pero también conexiones mágicas, momentos de comunión casi como de película romántica. La vida nos da un miedo terrible. Harían falta varios psicólogos para explicarnos. O quizá no: luego te enteras de que hay mucha gente así, viviendo historias incluso más grotescas que la nuestra.
Recuerdo que el día 2 de enero nos fuimos a La Coruña, al piso que mi hijo nos dejó. Allí, frente al mar donde encallan y arden los petroleros, intentamos reflotar nuestro velero de papel. Qué cursilada, por Dios... “Alondra”, la que buscaba poetas, se hubiese emocionado.
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