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Los espectadores, al final de la película, nos dividimos entre los que creen que Ale y Álex volverán y los que creemos que no. Yo apostaría, no sé, tres dólares, a que después de la fiesta final se dan dos besos en la mejilla y -como asegura la hija de fruta de Isabel Natividad- no vuelven a cruzarse en la vida porque ésa es una de las grandes ventajas que tiene vivir en Madrid: que allí nunca te encuentras con tu ex porque se respira libertad y solo en las ciudades comunistas puedes toparte con un viejo amor al entrar en el café.
El otro día, en “Celeste” el personaje de Manolo Solo, el paparazzo, aseguraba que había fotografiado a tantas parejas de famosos que había desarrollado un instinto arácnido para saber cuáles estaban en la cima de su amor y cuáles bajaban danto tumbos por la ladera. El paparazzo presumía de acertar un 99% de las veces. El único error -decía- lo había cometido consigo mismo, una vez que vivió muy seguro de su matrimonio y descubrió que su mujer se la pegaba con un compañero de trabajo.
Yo no voy a presumir de un 99% de efectividad en estas artes adivinatorias, pero tampoco soy un pardillo que camine ciego por la vida. Como Manolo Solo, no suelo equivocarme con el pronóstico de los amores a no ser que se trate de mis propios romances estrambóticos, pero no por ceguera, sino porque desafío contumazmente a la realidad.
En el fondo es muy sencillo: si la pareja se entiende en la cama -y por entenderse en la cama cabe desde la ausencia completa de sexo hasta la bacanal epicúrea y cotidiana, el caso es entenderse- la cosa tira para delante. Ale y Alex ya no se entienden, o se entienden a medias, y cuando en una de sus discusiones aparede la neo-palabra "cosificación" ya está todo sentenciado. En cuanto un miembro de la pareja empieza a padecer un exceso o un déficit de contactos se siente traicionado y empieza a mirar por la ventana a ver si pasa alguien con quien entenderse mejor y seguir sus pasos arrastrando la maleta.
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