El irlandés

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Supongo que no es casualidad que El irlandés se haya estrenado en la cercanía de estas fechas tan entrañables. Ahora que vamos de cena en cena -que si la empresa y los colegas, que si el club de pádel o el círculo de Podemos-, veo reunidos a Robert de Niro, a Al Pacino, a Joe Pesci, al señor Scorsese que está en las penumbras moviendo la cámara, y siento que participo en una cena de viejos amigotes, aunque ellos me sobrepasen con mucho la edad. Llevo más de treinta años quedando con ellos para ir al cine los domingos, o para ver una película en la tele de mi salón. De mis muchos salones, en realidad, en mis muchos destinos… Ellos son las amistades más longevas que conservo, aunque quizá no las más profundas, porque Pacino y compañía son muy celosos de su vida privada, y los excesos  del famoseo sólo se los cuentan a personas de absoluta confianza. Mi amistad con estos gángsters no da para convertirlos en padrinos de mis hijos, ni en albaceas de mis propiedades, pero sí para celebrar juntos estas películas que son las pequeñas alegrías de la vida, los ratos ganados a las tardes de invierno cuando no para de llover…



    El irlandés es, vaya por delante, demasiado larga. Cojonuda, pero demasiado larga. Tres horas y media no se las salta de un brinco ni el mismísimo Bob Beamon, así que reconozco que he interrumpido tres veces la sesión con el mando a distancia, del mismo modo que San Pedro negó a Jesús tres veces en pecado medio venial o medio mortal, según los exégetas. Me he levantado una vez para mear, otra para hacerme un tentempié y otra, simplemente, para estirar las piernas por el pasillo, como se hacía antiguamente en los cines, cuando ponían el rótulo de “Intermedio” y la gente salía a fumar, a chacharear, a comprarse unos caramelos en el ambigú. En una sala de cine yo nunca hubiera perpetrado estos pecadillos contra el arte, porque son lugares sagrados, de culto, y las imágenes allí expuestas merecen el máximo respeto. Pero a los cines de mi pueblo, padre Scorsese, nunca llegan las versiones subtituladas, y además la gente no para de ingerir alimentos que son ajenos a las hostias consagradas. Así que he visto El irlandés en la República Independiente de mi Casa, y allí uno nunca termina de centrarse, entre los estímulos del teléfono, los jugueteos del perrete, las preocupaciones que a veces se posan en el colodrillo como mosquitos que ya se cansaron de zumbar por el aire.