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Rafael Azcona, oficio de guionista

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De niño, en el parvulario, porque los curas renegaban de la democracia y hacían lo que les daba la gana en sus recintos, los retratos de Franco y José Antonio presidían nuestros primeros esfuerzos escolares. Nosotros no sabíamos quiénes eran, o muy lejanamente, y nos daba un poco igual mientras reseguíamos las letras en la cartilla de Palau.

Cuando los rojos que gobernaban en Madrid les obligaron a retirarlas, los hermanos Maristas, cagándose en Cristo, las sustituyeron por un retrato del beato Marcelino Champagnat -que ahora ya es santo- y otro de la Virgen María que inspiraba sus oraciones. Ahí ya no éramos tiernos, pero sí algo creyentes, porque nos habían inculcado el terror de los infiernos y asumíamos la imaginería católica sin mayores traumas ni rebeldías. Hágase tu voluntad.

Al entrar en la Universidad descubrimos que ahora sólo había un retrato encima de las pizarras, pero con dos reyes, rey y reina, encerrados en su interior. Ahí ya teníamos conciencia política y nos jodía cantidad la parejita, pero nadie, que yo sepa, elevó jamás una protesta al rectorado. Quizá era obligatorio que estuvieran ahí, no sé, recordándonos sus estatus.

Ahora, de profe, en la paz de mi aula, en una esquina casi escondida para las miradas, tengo dos retratos muy pequeñitos de Azcona y de Berlanga. Es mi manera de exorcizar tanto retrato escolar del facherío. La foto de Azcona la tengo a la izquierda según miras porque ése es para mí el lugar de privilegio. Berlanga sin Azcona no era nadie, pero Azcona sin Berlanga seguía dando lo mejor de sí mismo. Azcona fue un genio, un referente, un influencer de Logroño. De mayor me gustaría ser como él fue.

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“A mí, las experiencias, sólo me han servido para una cosa: cuando me ha sucedido algo que me había sucedido antes, la experiencia me ha servido para acordarme de que ya me había sucedido, pero para nada más”.

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“No me río “de”, me río “con”, porque enseguida descubro que si me río de algo que le está pasando a alguien, eso mismo me está pasando a mí y soy tan imbécil que no me doy cuenta”.

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- ¿Tomas notas, a veces?

- No, porque sostengo que lo que se te olvida es porque no te importa.





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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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“Vivir es fácil con los ojos cerrados” es el homenaje muy cursi de David Trueba a los españoles que resistieron en silencio los años del franquismo. A esos rebeldes cotidianos que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta por dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un insulto por lo bajini para que no se oyera al otro lado del tabique. 

Javier Cámara, en la película, es uno de estos silentes cabreados que ve en la rebeldía de los Beatles una oportunidad para el desahogo y la apertura de conciencias. Una chance of gold para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar con las extranjeras. 

Victoria Prego nos contó que a la muerte de Franco la mayoría de los españoles sonrieron aliviados porque habian sido demócratas de toda la vida. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara el dictador mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sábado sabadete. Lo que pasa es que la historia siempre la escriben las minorías ilustradas, no las mayorías conformistas, que lo único que quieren es ganar dinero y que los rojos no les graven con muchos impuestos. Nuestra democracia, a efectos prácticos, sólo trajo revistas pornográficas y películas de destape. Esa fue su mayor aportación al espíritu nacional: la alegría de las domingas. Y ahora, encima, nos las quieren quitar. El puritanismo ha cambiado de bando de un modo sorprendente.

Tipos disconformes como el personaje de Javier Cámara había muy pocos. Cuatro lanzados en las universidades que luego vendían sus heroísmos para quilarse a las chavalas. Los tipos como Javier Cámara no querían llevarse una hostia de la Benemérita ni perder su puesto de trabajo. No desplegaban pancartas ni desafiaban a los grises en una carrera, pero también olían la hediondez y soñaban con que Europa viniera a ventilar las habitaciones algún día. 


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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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A no ser que te toque la lotería o que te asalte una enfermedad incapacitante, cinco años no te cambian la vida ni el talante. Algunos dirán que cinco años son tiempo suficiente para encontrar el amor verdadero o reconciliarte con Jesús nuestro Señor. Incluso para viajar a la India y conocerse a uno mismo mirándose en el Ganges. Pero a partir de ciertas edades los espíritus, como las venas, se esclerotizan  y se vuelven inflexibles para el cambio.

Hace cinco años, por ejemplo, yo estaba más o menos como ahora: el trabajo, el perrete, la cinefilia, el snooker cuando toca y el fútbol los domingos y fiestas de guardar. Los amigos de siempre y el hijo por encauzar. Existe el Dia de la Marmota y también el Año de la Marmota.

Eso sí: estos cinco años han teñido de blanco tres cuartos de mi cabellera, y me han dejado tres puntos de dolor de esos que crujen al levantarse y ya nunca se recuperan. Son las abolladuras de la vieja carrocería. Pero por dentro todo está más o menos igual: los órganos y el madridismo, y la misantropía, y el desencanto continuo con la izquierda. Quizá me he vuelto un poco más maniático, lo reconozco, pero son las mismas manías de siempre y además he comprobado que le pasa igual a todo el mundo.

Cinco años tampoco le cambiaron la vida a este Jorge Sanz que es un poco el Jorge de Schrödinger, medio real y medio ficticio, en dos estados superpuestos de la existencia. En esta segunda parte de su Quijote de los Madriles, Jorge sigue en decadencia artística pero en plena forma sexual, porque las titis nunca le faltan al muy suertudo: unas por famoso, otras por medio guapo y otras porque vive en un ecosistema muy favorable al folleteo. Le ponía yo en mi entorno laboral, a ver qué rascaba el muy galán...

La gracia de esta segunda temporada es precisamente ésa: que nada ha cambiado, ni Jorge Sanz ni la caterva que le rodea. Se les ve a todos un poco más gordos, eso sí, un poco más dejados, pero con la misma mala pata de bobos entrañables. Yo soy de los que niega el cambio al estilo de Parménides y siempre me río mucho con lo invariable.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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La serie que nunca se estrenará en Movistar +, ni en ninguna otra plataforma de la tele, se titula “¿Qué fue de Augusto Faroni?”. Porque yo, a mi modo, también fui un niño prodigio: de las tareas escolares, y hasta que otros me superaron, pero un niño prodigio, famoso en los entornos familiares y en las tiendas del barrio porque mi madre, cuando otras se ponían alabanciosas con sus hijos, decía que yo sería ministro en Madrid y que me iban a llevar en coche oficial los chóferes con gorra de plato.  

Mientras Jorge Sanz ganaba la fama internacional por actuar en “Conan, el bárbaro”, y la adoración nacional por hacer de niño enamorado en “Valentina” -aunque ya con 13 años y seguramente con erecciones en la bragueta- yo, en los Maristas de León, era el niño mimado de las maestras externas y de los curas residentes: un alumno repelente que clavaba la lectura de los textos, la ortografía de los dictados, la suma de las fracciones, la ubicación de los afluentes y la fecha exacta de las conquistas imperiales. 

Antes de que surgieran de la nada otros alumnos igual de asquerosos como yo -como aquel Carlos Calleja de mis pesadillas- yo era el alumno modelo que recibía parabienes en público y sobresalientes en los boletines. Y collejas, la hostia de ellas, cuando jugábamos en el patio.

Ahora que todos los niños ya nacen superdotados -porque si nace tonto también se le presupone una inteligencia oculta bajo la superficie- tengo que decir que yo, en los tiempos en que la superdotación era una rareza psicológica, fui tomado por un portento hasta que la realidad demostró todo lo contrario. En “¿Qué fue de Augusto Faroni?” me reiría de todo aquello, de mis torpezas de adulto y de mis tontunas de engreído, como hace Jorge Sanz en su serie intachable y divertidísima. 

En la serie saldría, no sé, en mi vida diaria, aburriéndome con Vargas Llosa, o equivocándome en un cálculo sencillo, o encogiéndome de hombros cuando me piden que señale Antequera en un mapa... Cosas así, de ex niño prodigio venido a menos. O a mucho menos.




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Un día en Nueva York con Woody Allen

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“Rebajas de enero” –aquella canción de Joaquín Sabina que hablaba de los amores resignados y confortables-, terminaba con estos versos: “Emociones fuertes / buscadlas en otra canción”. Y así termina, también, esta entrevista de David Trueba a Woody Allen. Porque al final de los títulos de crédito, justo después de declarar que ningún animal fue lastimado durante la grabación, ponen que si queréis morbo sexual y judicial leeros la autobiografía que el propio Allen publicó en Alianza. Y si queréis morbo duro, testimonios hardcore, pasaros por los foros de las podemitas cuando piden para el señor Konigsberg los mismos castigos que padeció Nuestro Señor Jesucristo en estas fechas tan señaladas.

David Trueba ha venido a Manhattan para hablar de cine y nada más. Y de cine en plan directores de cine, germanía de rodajes, nada de preguntas de aficionado: cómo desarrollas los guiones, cómo te llevas con el montador, qué consejos recibes del director de fotografía... ¿Algún actor te ha tocado mucho los cojones? Cosas así. Son cuestiones interesantes, pero no es quizá lo que esperábamos. Y que conste que yo no venía por el morbo -porque tengo bastante claro el “asuntillo” - pero sí, al menos, escuchar algún chiste coñón o alguna perla de sabiduría.

Sólo cuando David y Woody rememoran las viejas películas y sale a la palestra el nombre de Mia Farrow uno se tensa un poco en el sofá. Pero nada: Allen la menciona como quien recuerda a una vieja vecina del quinto derecha. "Una gran actriz y tal..." Su autodominio es absoluto. Su pasotismo también. Yo echaría espumarajos por la boca.

Al final de la entrevista yo me pregunto si Woody Allen sabe que quien le está entrevistando es un director de prestigio en España y no el interviewer random de una revista especializada. David Trueba... su aspecto físico es muy curioso: al principio, ya que estamos en Nueva York, dirías que se da un aire a Andy Warhol, con esas gafas y ese pelazo de canoso interesante, pero luego, a medida que avanza la entrevista, puedes observar que de tanto admirar el cine de Woody Allen comienza a sufrir una metamorfosis al más puro estilo de Leonard Zelig.




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Saben aquell

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De niños, en León, también hablábamos catalán en la intimidad. O al menos lo entendíamos en parte. Y no como ese fascista de José Mari, que solo lo dijo para arañar votos en Barcelona. 

Pero tampoco nos pongamos estupendos: en realidad solo sabíamos dos frases de catalufo, aunque encerraran mundos completos de referencias. La primera, claro, era “Tot el camp és un clam”, que entonaban los culés en el colegio las raras veces que tenían algo que celebrar: que nos ganaban en los duelos directos, mayormente, porque luego, de títulos, no se jalaban ni una rosca, siempre que si el árbitro, que si las lesiones, que si el sursuncorda... Igual que ahora, vamos. 

La segunda frase de nuestro acervo catalán era “Saben aquell que diu...”. Era la muletilla con la que Eugenio siempre comenzaba su show cuando salía por la tele. Y nos descojonábamos, claro, por su acento cerrado de Barcelona, y porque ya anticipábamos el chiste genial que iba a venir justo después. Lo suyo era humor inteligente, y no como el de otros. “Un esqueleto entra en un bar y pide una cerveza y una fregona...”. Yo era mucho de Eugenio, de su semblante y de su distancia, y no tanto de Arévalo o de Bigote Arrocet, que no eran más que dos tolais repetitivos. Los tres eran los reyes de la casete de gasolinera y salían mucho en el “Un, dos, tres”. Y si salías en el “Un, dos, tres” ya te llovían los contratos y te forrabas. Y follabas cantidubi, supongo.

En eso, la película de Trueba es un poco tramposa, porque Eugenio compareció por primera vez en el “Un, dos, tres” cuando ya era un hombre viudo y depresivo. La gran fama de la tele le llegó después de que se muriera Conchita, el gran amor de su vida, con la que empezó haciendo dúo musical y acabó teniendo un dúo de retoños. “El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, que decía Marcial Ruiz Escribano. Y Eugenio acertó el pleno al quince en la quiniela. Conchita, si hacemos caso del biopic, le regaló los mejores momentos de su vida, aquellos en los que su carácter autocorrosivo encontró un descanso y una cura temporal. Hay tipos con suerte, aunque la suya, ay, fuera una suerte con fecha de caducidad.





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Los peores años de nuestra vida

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“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




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Madrid 1987

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Entre que María Valverde es una actriz de belleza sin par, y que tiene cierta propensión a mostrar su cuerpo desnudo, cuando sale en una película, la tensión sexual se instala en el patio de butacas, o en el salón de nuestra casa. Ella, por supuesto, no se da por aludida, porque su holograma ni siente ni padece las emociones. Pero nosotros, óseos y carnales, todavía jóvenes y sanos en el deseo, sentimos que la sangre se nos enturbia, y que la mirada se nos ensucia. Que el espíritu cinéfilo no va encontrar reposo hasta que ella se despelote por exigencias del guión. Y los guiones, con tal de desnudar a María Valverde, son capaces de inventarse cualquier excusa, que menudos son estos tunantes de escritores, y de directores, cuando se ponen a imaginar.



    En Madrid 1987, María Valverde interpreta a una estudiante de periodismo que quiere sonsacar sus secretos a Miguel Batalla, un viejo articulista que ya tiene el culo pelado de tanto escribir contra Franco y de tanto luchar por la Transición. Y Miguel, claro está, no está dispuesto a regalar sus arcanos así como así, a la primera chiquina que se acerque por la cafetería. Él ya está en la pitopausia, en la colgadura de las carnes, en la recta final de los placeres, y oportunidades así le quedan muy pocas a los gajes de su oficio.

    Así que en Madrid 1987, a los veinte minutos de metraje, ya tenemos a María Valverde despelotada en el apartamento, para solaz de nuestra mirada, y para remanso de nuestro espíritu, que libre de la tensión sexual centra sus atención en los soliloquios de José Sacristán. Su personaje, más propio de los viejos tiempos de José Luis Garci, suelta una verborrea post coitum que se lleva más de una hora de metraje, disertando sobre la escritura, sobre las canas, sobre la vida en general, y la única diferencia con las asignaturas pendientes es que Fiorella Faltoyano o Emma Cohen le escuchaban arrobadas en la cama con las sábanas destapando los pechos, mientras que aquí, en Madrid 1987, María Valverde le soporta el rollo sentada en un retrete. Es tan rebuscada la disertación, tan reflorida la sabiduría del personaje de Sacristán, que la tensión sexual vuelve a cogernos de los huevos cuando ya estábamos desprevenidos, en el quinto o sexto bostezo, y a partir de ahí ya sólo nos fijamos en la dichosa toalla, a ver si se escurre, o se cae, o regresa a su colgadero.




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