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Reyes de la noche

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La única guerra que yo he vivido como combatiente es justamente ésta: la Guerra de las Ondas. La que se cuenta en “Reyes de la Noche”. Una guerra civil que enfrentaba a dos Españas radiofónicas a las doce de la noche. Tuvo lugar en la Península Ibérica, a finales del siglo XX, y ha llovido tanto desde entonces -bueno, cada vez llueve menos- que aquello ya parece la guerra del general Espartero, o el desembarco en Alhucemas.

Yo era combatiente, ya digo, y además encarnizado, hombro con hombro en la trinchera de José Ramón, que entonces era el viento fresco y la radio divertida. Hasta que de tanto fingirse su némesis, J. R. se acabó convirtiendo en su mortal enemigo. Yo por entonces era un converso, un traidor de García. Yo, como otros tantos, me había venido de Sylvania a Freedonia a echarme unas risas, y a desprenderme de la trascendencia. Qué me importaba ya el último escándalo de la Federación, o la última corruptela del Ministerio de Deportes, si sólo quería divertirme y pasar las noches en vela.

Dejar a José María García fue casi como dejar a un padre. En mi niñez, mi padre, el biológico, cuando venía de trabajar, cenaba en la cocina, y ponía Supergarcía en la hora cero para enterarse de la última cagada del Madrid, que era lo que a él le levantaba la moral tras estar 16 horas al pie del cañón en otra guerra muy diferente: una guerra de comer, de llegar a fin de mes. La lucha de clases... Yo le esperaba remoloneando por la casa, disimulando con los deberes, y me sentaba un rato en la cocina para escuchar el programa. Así fue cómo me hice de García. Su voz -familiar, histriónica, inconfundible- me acompañó hasta la llegada en falso de la madurez. Con García viví mil desgracias deportivas y un puñado de momentos eufóricos. Una vez que vino la Vuelta a España a León, mis amigos y yo nos grillamos una clase para verle a él, no a los ciclistas. Le adorábamos... Pero luego se volvió un tiranuelo sin gracia y hubo que matarlo. Metafóricamente, claro. Y entonces cruzamos las líneas enemigas, para desertar.

Con el tiempo también terminé desertando de José Ramón, pero eso ya son guerrillas, más que guerras, y además incruentas, y muy civilizadas, que no darían para hacer una serie de televisión.



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