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La estafa

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La mayoría de las cosas que veo en las películas jamás suceden en la Pedanía. Y eso que en la Pedanía también hay extraterrestres, amores rotos, muertes imprevistas, virus de China que nos obligan a llevar mascarilla. Hasta un zombi, todos los días laborables, a eso de las ocho de la mañana, que soy yo mismo sacando al perrete entre las brumas del sueño. Pero la Pedanía es lo que es: un villorrio con viñas y huertos, calles y caminos, vecinos que no llevan vidas singulares que justificaran la escritura de un guion, ni que luego viniera Amenábar a ponerlo en imágenes. Lo que pasa aquí, groso modo, pasa en todos los sitios, y Netflix, y los DVDS, y las salas de cine que todavía sobreviven, están para enseñar otras cosas más excitantes.



    Pero mira tú por dónde, aquí, hace años, en el Instituto de Secundaria -que la Pedanía no es sólo cultivo de hortalizas- sucedió algo muy parecido a lo que se cuenta en La estafa, la película de la HBO, que a pesar de estar basada en hechos reales parece una cosa inverosímil, que sólo podría suceder en Estados Unidos con anglosajones muy parecidos a Hugh Jackman y a Allison Janney. Aquí, en el IES, también hubo un presunto funcionario que cogió presunto dinero de la caja común, lo desvió con mucho presuntamiento a su bolsillo particular, y empezó a llevar una vida mejor, mucho más lucida, que levantó las sospechas de sus compañeros en el currelo.

    La Pedanía, con la tontería, salió varios días seguidos en los periódicos, para orgullo de las gentes del lugar, que no valoraban que el motivo fuera más bien un desdoro y una vergüenza. Total, el golfo apandador no vivía aquí, sólo trabajaba por las mañanas, y es como si el delito lo hubiese cometido un peregrino de Santiago, que sólo pertenece a la Pedanía cuando está en tránsito o pide un bocadillo en el bar. La prensa provincial no hablaba tanto sobre el lugar desde que la Ponferradina jugaba aquí sus partidos como local, o desde que empezó la construcción del Hospital Comarcal sobre la gran charca de las ranas.

    Durante esos días del desfalco fuimos casi tan famosos como la población de Roslyn, en Nueva York, y hay quien opina, después de ver la película, que quizá deberíamos hermanarnos con esos anglosajones del otro lado del charco, para hacer un poco de fraternidad dolida, y de cuchipanda con el asunto.



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