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Dolores Fonzi es una actriz cojonuda y una mujer de bandera. Lo digo en este orden porque a pesar de las apariencias -oigan lo que oigan, lean lo que lean- yo soy todo un caballero.
Gracias a esos dones naturales, Dolores Fonzi, en “Blondi”, es capaz de darnos el pego y de fingir que apenas tiene 33 años cuando en realidad ya cuenta 46. Blondi es una tía juvenil y marchosa que se pone gorros juguetones, fuma canutos en cantidades industriales y luego se desmelena en los conciertos de rock junto a su hijo de 18 años.
En su despliegue de emociones y de virtudes, Dolores Fonzi se ha quitado trece años de encima como hacían nuestras viejas folclóricas en las galas de Nochevieja, que tenían 65, aparentaban 78 y decían tener 52. La diferencia es que a Dolores nos la creemos y a las otras no.
Blondi tuvo a su hijo de adolescente, tiró para delante como pudo y ahora disfruta de una relación madre-hijo que también es de hermana mayor y hermano pequeño. Porque además -y eso ya es suerte, pura chiripa de los caracteres- hay buen rollo entre ellos, sintonía de vivir, un agradecimiento mutuo por existir y comparecer cuando se necesita.
En estos tiempos de padres que ya son abuelos cuando procrean por primera vez, tener un hijo del que apenas te separa una generación es un bendición de los calendarios. A mí, de mi propio hijo, me separan 27 años muy escasos hoy en día y sin embargo, comparados con Blondi y Mirko, ya parecemos un poco Geppetto y Pinocho.
Sin embargo, cuando regreso a la vida real y me comparo con la gente de mi generación -que no pudo, o no quiso, o apuró demasiado el tiempo de descuento- siento que soy un afortunado que tuvo a su hijo cuando correspondía: ni un hermano menor ni un nieto con la cuarta parte de mis genes. A veces me le quedo mirando y pienso -un poco orgulloso- que nos separa la medida justa, el tiempo exacto, el abismo generacional que se puede saltar con un poco de impulso y una migaja de voluntad.