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El expreso de medianoche

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Teníamos un amiguete en la Universidad que un día, borracho perdido, nos confesó que lidiaba en secreto contra la eyaculación precoz, y nosotros, tan cinéfilos como siempre, empezamos a llamarle “el expreso de medianoche”, aunque la película de Alan Parker no tuviera nada que ver con el asunto. O bueno, sí, porque en la Universidad de León y en la cárcel de Turquía se venía a follar más o menos lo mismo: es decir, nada.

El expreso de medianoche, en la película, es el nombre figurado de la vía rápida, de la fuga carcelaria. “The midnight express”, que decían los recursos en inglés, porque sus carceleros patibularios, antes de que Turquía pidiera entrar en la Unión Europea, y sus equipos de fútbol participasen en la Champions, no entendían ni jota del idioma universal. Si lo piensas bien, la vida está llena de metáforas así, de expresos de medianoche, que pasan a toda hostia por delante de tu casa, y a veces sólo una vez en la vida. Trenes que si pudieras cogerlos te salvarían de tu cárcel particular: de la rutina, del asco, de la servidumbre. Trenes que tal vez conducen al sosiego, al amor verdadero, a una vida diferente y definitiva.

Si ayer dije que la India sería el último destino en mi periplo por el mundo, hoy, después de haber visto El expreso de medianoche, afirmo ya sin dudar que Turquía será el penúltimo. Visto cómo se las gasta su personal carcelario -cualquier equívoco idiota podría llevarte a una celda y recrear las canutas históricas que pasó Billy Hayes- sólo cogeré el vuelo de Turkish Airlines que une La Pedanía con Constantinopla para vivir una pasión turca como aquella que vivió Ana Belén, de orgasmo en orgasmo, o para reimplantarme el cabello que de momento, y toco madera, no se me cae. O al menos no se me cae de una mera alarmante, de deprimirse uno en cada viaje del peine. Todo lo demás -visitar el gran Bazar, pasear por las ruinas de Troya, recorrer la Turquía profunda donde Bilge Ceylan rodaba sus películas de turcos con escopeta– son actos aplazables, accesibles en internet, o en documentales muy educativos de La 2.




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El corazón del ángel

🌟🌟🌟

El que esté libre de haber vendido su alma al diablo, que tire la primera piedra. Pero que avise, por favor, porque nos íbamos a descalabrar todos, y antes de empezar habría que buscarse un buen escudo, o un buen refugio bajo tierra. Hasta los niños pequeños -que apenas son conscientes del ser y de la nada- ya le han vendido la suya a cambio de un helado de chocolate, o de un juguete incluido en el Happy Meal. En esos berridos, en esos arranques del capricho que son la causa fundamental y nunca diagnosticada de la baja natalidad -porque quien incurre, no repite, y quien no incurre, queda avisado-va escrito el primer contrato con el demonio. Mi vida eterna a cambio de esa golosina, de ese trozo de plástico. My kingdom for a horse.

    Pero el diablo no es tan malo como lo pintan. Sólo nos concede lo que deseamos, y a los niños pequeños no los tiene en cuenta porque sería demasiado fácil esclavizarlos desde el principio. El diablo les toma el alma en cada berrinche, pero luego se la devuelve en cada satisfacción, a la espera de que lleguen deseos más adultos y más divertidos: el sexo, el dinero, el cargo, el coche, la venganza... El diablo no es tan malo como lo pintan, pero es un cabronazo con pintas en el lomo.

    No sé de qué nos asombramos, los espectadores, cuando termina “El corazón del ángel” y descubrimos lo que descubrimos. “¡Pero cómo puede ser que Fulano haya vendido su alma y ni siquiera se haya enterado!”, exclamamos indignados, y no nos damos cuenta de que nosotros mismos ya tenemos la salvación hipotecada. “Lo daría todo por conseguir a esa mujer”, dijimos una vez. “No sé lo qué daría porque el Madrid volviera a ser campeón de Europa”, o porque mi hijo salga de la enfermedad, o porque se muera ese hijoputa, o porque me toque un pellizquito en la lotería. Que cese ya, el dolor de muelas. Y en cada deseo concedido, el diablo interpreta que el alma va incluida en el precio. Y a partir de una determinada edad, ya nunca perdona.





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Arde Mississippi

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Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas. Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un profesional de la comedia, y ni aun así.

    Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia. 

    Sabíamos de sobra  lo trascendente y lo repulsivo que era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la impresión que llevábamos encima.





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Shoot the moon

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Mi inconsciente -al que he bautizado Freud Jr. en homenaje al abuelo Sigmund- ha vuelto a hacerme de las suyas con la descarga de una película. Ante Shoot the moon yo ya tenía el estómago lleno, la luz apagada, las piernas estiradas, los cascos ajustados, el teléfono en silencio... Una naranja amarilla y muy ácida puesta al alcance de la mano por si me entraba la gusa a media película. Y Eddie ya dormitando en su esquinita, también cagado y meado, antes del toque de queda. Ni una gana tenía yo de levantarme en las dos horas que iba a durar Shoot the moon, esta película olvidada de Alan Parker que citaban el otro día en la revista de cine con mucha reverencia, y que yo ni pajolera idea, la verdad.

    Pero empieza la película -que tenía en un USB enchufado al televisor- y descubro, para mi fastidio, y casi para mi berrinche, que el subtítulo que Freud Jr. ha bajado para seguir estos desamores no está en castellano, sino en el mismo inglés que hablan los personajes, como si esto fuera una película de Speak Up para gente que de verdad domina el idioma, y no como yo, que soy un fulano de “nivel medio” que casi no se entera de nada. ¿Aplazar la película para otro día? Ni de coña. ¿Levantarme para buscar otra cosa en la estantería? Ni hablar. No quiero mover ni un músculo en el sofá. Además, tengo el capricho obtuso de ver esta película hoy mismo, sin tardanza, más bien para quitármela de encima, porque presiento que su historia me va a hacer daño, y que va a rozar una pequeña llaga que todavía escuece en la tripa. En el “diodenar”, que diría Chiquito de la Calzada.

    Deduzco que Freud Jr. ha bajado este subtítulo  para disuadirme del empeño, maniobrando a mis espaldas para cuidarme como un ángel laborioso y metepatas. Pero una vez descubierto su truco, decido no hacerle caso, y me lanzo al subtítulo en inglés como un suicida, como un tipo de “nivel alto”, confiado en que lo que no entienda por vía oral lo entenderé por vía escrita, y si no, lo adivinaré en los gestos de estos dos intérpretes prodigiosos, Albert Finney y Diane Keaton, que bordan el drama desgarrador de dos personas que ya no se quieren y sin embargo no pueden dejar de quererse.





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