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Abierto hasta el amanecer

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Hay erecciones que nunca se olvidan. Que quedan ahí como mojones en el camino. Como hitos en la biografía. No todas fueron en una cama y en compañía. Qué más quisiera uno, que erecciones enamoradas... Pero la vida es ansí, como decía el otro. 

    Hubo erecciones memorables que se erigieron -y se siguen erigiendo, afortunadamente- delante de una pantalla. Hicieron así, pop, como setas en el bosque, como palomitas en el microondas. Como mariposas que de pronto echan a volar... Hablo de las erecciones confesables, claro, de las que surgieron en una película convencional porque la escena era tórrida, o la chica muy guapa, o la insinuación muy seductora. Las erecciones de las que yo hablo son sorpresas inocentes, sin culminación, celebraciones efímeras de la fiesta del cine, y de la fiesta de la vida, aunque sea una fiesta pixelada, como ahora, o en 625 líneas, como eran entonces. Como aquel chiste de Mae West, quiero decir:“¿Tienes una pistola en el bolsillo o es que te alegras de verme”.

Y yo me he alegrado muchas veces delante de una pantalla, qué le vamos a hacer. Ya son innumerables, las películas, y demasiados, los años... En su día, por ejemplo, me alegré mucho de conocer a Salma Hayek en “Abierto hasta el amanecer”, y hoy, por los viejos tiempos, he vuelto a solazarme en la alegría del reencuentro. El engranaje está bien engrasado, que es lo importante.

También hay bares de la ficción que nunca se olvidan. Que también son mojones en el camino. Cuando empiece a perder la memoria se me irán los bares de por aquí, intercambiables, y tan poco frecuentados en realidad. Pero los bares de las películas, o de las series, resistirán hasta el final: me acordaré de sus nombres, de su decoración, de los personajes que en ellos vivían o se desvivían. Ese es mi territorio sentimental. Está el “Rick’s Café”, y el “Central Perk”, y el “Monk’s Café”, y el “Bada Bing”, y el bar de Cheers, que era el “Cheers”. El “Paddy’s Pub” de los colgados en Filadelfia. La cantina de Mos Eisly donde trapichean mis dos amigos galácticos. Y el bar de Moe, claro. Y “La Teta Enroscada”, por supuesto, en territorio mexicano, donde la bebida más fuerte se sorbe sin alcohol.




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Agosto

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Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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