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El cuarto mandamiento

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Carlos Pumares decía que El cuarto mandamiento era tan buena como Ciudadano Kane, e incluso más, pero que los productores de la RKO se la habían jodido a Orson Welles para dejarnos este legado amputado y paticorto. Sostenía, Pumares, en su programa de la radio, que si a pesar de todo El cuarto mandamiento era una película tan deslumbrante y maravillosa, cómo hubiera sido, ay, la película completa que soñó Orson Welles en plena forma, todavía joven e hiperactivo, si no hubiera empezado a joder con sus problemas financieros, y con sus rifirrafes con los ejecutivos. Con sus visiones artísticas tan adelantadas a su tiempo.

    Yo, que era un acólito de Pumares, soñaba con ver algún día El cuarto mandamiento, pero era una película inencontrable en los años 80, en León, sin internet, sin Movistar +, sin emule, sin sección de VHS en El Corte Inglés porque todavía no lo habían construido. Sin Amazon, sin Filmoteca Nacional, sin videoclubs con un rincón delicatessen para lo viejuno. Sin nada de nada, sólo la esperanza de una madrugada en la Segunda Cadena, o de un ciclo de Orson Welles en la Obra Cultural de Caja España, adonde yo iba los días de diario a fabricarme una cinefilia respetable, y a ligar, si había suerte, con alguna cinéfila que todavía hoy no he encontrado por la vida.

    Fue ahí, justamente, en la Obra Cultural, donde al fin pude ver El cuarto mandamiento, pero muchos años más tarde, y en compañía de un amigo que a veces me seguía en estas obsesiones de la cinefilia provinciana. En la primera escena de la película recordé que el  título original era “La magnificencia de los Amberson”, y que a Pumares, que ya llevaba años sin hacer su programa, se le escapaba casi un jadeo cuando pronunciaba ese título tan rimbombante, “La magnificencia de los Amberson”, que reverberaba en mi cabeza en contraste con la escasa magnificencia de los Rodríguez, y de los Martínez, de los que yo provenía modestamente.

    Luego, la verdad, la película no fue para tanto. Y esta noche, en una casualidad del TCM, lo he vuelto a confirmar. Solía pasar con las pedradas de Pumares, que era -y sigue siendo- un crítico tan particular para unas cosas y tan académico para otras. Mi amigo y yo salimos de aquella sesión un poco defraudados, cabizbajos, un poco estafados a pesar del precio muy razonable de la entrada.  Sólo un año antes, en Ciudadano Kane, Welles había hecho cine, gran cine, pero ahora había regresado al teatro que le vio nacer como autor, todo tan acartonado, y recitativo, y plúmbeo, de cine que le chiflaba a nuestras madres.

-          Y además no había ninguna chica decente en la sala -le dije a mi amigo, y él me sonrió como diciendo: “A mí me da igual, que ya tengo novia”.





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