El tercer hombre
La sombra de una duda
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Don Alfredo es posiblemente el director más sobrevalorado de la historia del cine. Los críticos con pipa se han confabulado para perdonarle todos los defectos y todas las incoherencias.
Hace unos meses, en homenaje a Carlos Pumares, escuché varios programas suyos de los tiempos de Antena 3 radio y en uno de ellos -¡ah la casualidad!- el sostenía que en las películas de don Alfredo daba igual que el argumento no se sostuviera o que las reacciones de los personajes se volvieran ilógicas. Que el inglés orondo era un puto genio y que mucho ojito si alguien llamaba al programa para discutirle lo contrario.
“Vértigo” sí es una obra maestra incontestable: una película enfermiza, muy personal y universal a la vez, en la que incluso yo me hago el tonto en sus varias cagadas argumentales. “Psicosis” tuvo que ser una película muy rompedora y difícil de asumir en su época. Y luego ya vienen un puñado de películas muy entretenidas con tipos perseguidos por los malos y crímenes a medio cocer o cocidos del todo: “La ventana indiscreta”, o “Con la muerte en los talones”. El resto, pues bueno, ahí están, peleando contra el paso del tiempo, y contra el gusto de las nuevas generaciones. Y contra los cinéfilos talluditos que pensamos que don Alfredo es un beato respetable pero no un santo de los altares.
Sobre “La sombra de una duda” yo tenía, precisamente, la sombra de una duda. Era una película que vivía diluida en mi memoria. Sólo recordaba que salía Joseph Cotten haciendo de tío -el actor más infravalorado de la historia del cine?- y Teresa Wright haciendo de sobrina -esa actriz de muy corto relumbrón pero de tan alta fotogenia. Pero la película, ay, no va, no furrula. Se acaba más o menos por la mitad. Al mago del suspense se le quedó la tensión destensionada. ¿Incoherencias?: muchas y variadas. La primera -y no baladí- que la sobrina de Joseph Cotten sea una veinteañera tan bella y en edad de merecer, provocando situaciones que yo no dudaría en calificar de incestuosas. Un error de cásting morrocotudo, aunque nos solace la mirada.
El cuarto mandamiento
🌟🌟🌟
Carlos Pumares decía que El cuarto mandamiento era tan
buena como Ciudadano Kane, e incluso más, pero que los productores de la
RKO se la habían jodido a Orson Welles para dejarnos este legado amputado y
paticorto. Sostenía, Pumares, en su programa de la radio, que si a pesar de
todo El cuarto mandamiento era una película tan deslumbrante y maravillosa,
cómo hubiera sido, ay, la película completa que soñó Orson Welles en plena
forma, todavía joven e hiperactivo, si no hubiera empezado a joder con sus problemas
financieros, y con sus rifirrafes con los ejecutivos. Con sus visiones artísticas
tan adelantadas a su tiempo.
Yo, que era un acólito de Pumares, soñaba con ver algún día El
cuarto mandamiento, pero era una película inencontrable en los años 80, en
León, sin internet, sin Movistar +, sin emule, sin sección de VHS en El
Corte Inglés porque todavía no lo habían construido. Sin Amazon, sin
Filmoteca Nacional, sin videoclubs con un rincón delicatessen para lo
viejuno. Sin nada de nada, sólo la esperanza de una madrugada en la Segunda
Cadena, o de un ciclo de Orson Welles en la Obra Cultural de Caja España, adonde
yo iba los días de diario a fabricarme una cinefilia respetable, y a ligar, si
había suerte, con alguna cinéfila que todavía hoy no he encontrado por la vida.
Fue ahí, justamente, en la Obra Cultural, donde
al fin pude ver El cuarto mandamiento, pero muchos años más tarde, y en
compañía de un amigo que a veces me seguía en estas obsesiones de la cinefilia
provinciana. En la primera escena de la película recordé que el título original era “La magnificencia de los Amberson”,
y que a Pumares, que ya llevaba años sin hacer su programa, se le escapaba casi
un jadeo cuando pronunciaba ese título tan rimbombante, “La magnificencia de
los Amberson”, que reverberaba en mi cabeza en contraste con la escasa magnificencia
de los Rodríguez, y de los Martínez, de los que yo provenía modestamente.
Luego, la verdad, la película no fue para tanto. Y esta noche, en
una casualidad del TCM, lo he vuelto a confirmar. Solía pasar con las pedradas
de Pumares, que era -y sigue siendo- un crítico tan particular para unas cosas
y tan académico para otras. Mi amigo y yo salimos de aquella sesión un poco
defraudados, cabizbajos, un poco estafados a pesar del precio muy razonable de
la entrada. Sólo un año antes, en Ciudadano
Kane, Welles había hecho cine, gran cine, pero ahora había regresado al
teatro que le vio nacer como autor, todo tan acartonado, y recitativo, y plúmbeo,
de cine que le chiflaba a nuestras madres.
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Y además no había ninguna chica decente en la
sala -le dije a mi amigo, y él me sonrió como diciendo: “A mí me da igual, que
ya tengo novia”.