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La virgen roja

🌟🌟


En “La virgen roja” no entiendo a Najwa Nimri cuando habla. Ni en ésta ni en otras películas de su amplia filmografía. Luego, sin embargo, la veo en “La Revuelta” con David Broncano y se le entiende todo con una claridad meridiana: el continente y el contenido. 

Reconozco que me mola mucho Najwa Nimri: su misterio, su rollo, su voz extraída de las cavernas... Es un enamoramiento catódico que no la cosifica para nada. Pero en el cine -no sé si por su culpa o por culpa del tío que sujeta la jirafa- todo se le queda en un farfulleo del que apenas extraigo una palabra de cada dos. Y claro: me pierdo, y acabo un poco aburrido de la función.

(Cuñado Bis, por cierto, me hubiera llamado misógino por decir “el tío de la jirafa”, dando por supuesto que no puede ser una mujer quien desempeñe ese noble arte de la sonorización. O un trans, o una trans, o un fluido indefinido. No tiene razón: yo simplemente escribo ahorrando caracteres).


En la Enciclopedia Salvat de mi Vastísima Incultura -que fui coleccionando por fascículos en mi desperdiciada juventud- había una entrada dedicada a Hildegart Rodríguez que ahora, gracias a la película, ya puedo arrancar sin vergüenza y trasplantar al Jardín de las Cosas que Sí Conozco. La historia de Hildegart, leída en la Wikipedia y en otros artículos que desarrollan su figura, daba para una película muy distinta a la que aquí nos han endilgado. Una película con mil aristas y mil recovecos. Paula Ortiz, sin embargo, ha querido filmar una película "concienciada" al estilo de Yorgos Lanthimos y le han salido los tres tiros del asesinato por la culata. Llevar las luchas del Ministerio de Igualdad a los tiempos de la II República es como querer encajar el motor de un Maserati en un Ford T de la época.

Y además: a la acriz que hace de Hildegart Rodríguez se le nota mucho que recita sus diálogos. Entre su falta de desparpajo y la ronquera de Najwa Nimri, el experimento pedagógico ha transitado por mi televisor sin dejar ninguna huella revolucionaria. 

¡Viva la II República!, por cierto.



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Celeste

🌟🌟🌟🌟🌟


Mi historia con “Celeste”:

1. Allá por el mes de noviembre descubro en la parrilla de Movistar “otra” serie protagonizada por Carmen Machi. Esta mujer no descansa jamás y no puede ser por casualidad. Seguramente es una actriz eficaz y todoterreno, pero a mí no termina de convencerme. Reconozco que es un sentimiento irracional y maniático. Muy injusto también. Pero no lo puedo controlar. En su día me perdí el fenómeno “Aída” y desde entonces siempre ando a remolque con esta mujer. 

El que diga que no tiene prejuicios parecidos con otros actores u otras actrices que tire la primera piedra.

2. El amigo, en La Pedanía, me dice que soy un prejuicioso y que el primer episodio de la serie anuncia grandes emociones. “Enorme, Carmen Machi”, me asegura. Le prometo que le daré una oportunidad a “Celeste”. No creo demasiado en mis buenos propósitos.

3. Pocos días después, en la radio, Javier del Pino entrevista a un inspector de Hacienda que ha ejercido de consultor para los guionistas de la serie. Cuenta anécdotas muy jugosas sobre la labor detectivesca de los funcionarios. Sobre todo cuando se enfrentan a millonarios protegidos por un ejército de asesores y abogados. 

Descubro que Celeste, en “Celeste”, no es Carmen Machi, sino la cantante mexicana a la que ella intenta sacar las vergüenzas. Celeste es el trasunto poco disimulado de la ex novia de Piqué. El tema me empieza a interesar.

Además, cuando se habla de pagar impuestos, me sale una vena bolchevique que late muy fuerte y bombea sangre muy envenenada. Leña al mono. Todo el poder para el soviet.

4. En las vacaciones de Navidad me pongo a ver “Celeste” aprovechando los muchos trayectos en el tren. El primer episodio me engancha; los demás son igual de buenos. Descubro, tonto de mí, que el creador de la serie era Diego San José. Este tipo es el creador de la saga de Juan Carrasco, el político de Logroño. Tres jodidas obras maestras. No me extraña lo de “Celeste”. 

5. A la vuelta de vacaciones le cuento al amigo que me ha encantado la serie. “Pues para mí, decepción total”, me suelta. Es el girito final. 




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Bellas artes. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

De mayor me gustaría ser como Antonio Dumas, el director del Museo Iberoamericano de Arte Moderno: un madurito interesante y culto, con criterio propio a la hora de expresarse. Su personalidad me atrapa y me lleva por los nuevos episodios de la serie, que ya no son tan brillantes como los primeros, pero que siguen llevando el sello de calidad de Mariano Cohn y los hermanos Duprat. 

Bendigo el día que esta gente apareció en mi vida. Su visión es mi visión; su humor, mi humor; su misantropía, mi apostolado. Me siento como en casa cuando invoco su espíritu desde el sofá. Además de divertidos son muy puñeteros. Son el remanso de mi espíritu. Mis benévolos confesores. 

Antonio Dumas, aunque es muy inteligente, es un señor algo mayor que ya no entiende el mundo moderno. Mal asunto cuando te dedicas a lo suyo. En unos episodios se le ve ojiplático y en otros fuera de contexto. Él es un socialista clásico enfrentado al wokismo contemporáneo. Y ésa es la gracia de la serie: que todo le supera pero tiene que gestionarlo. “Bellas artes” es un retrato de la estupidez humana, pero también de los dramas funcionariales. Yo me identifico mucho con don Antonio porque en mi modesto ecosistema, en mi mundo minúsculo y provincial, también vivo un drama de funcionario arrollado por la vida moderna. Yo también vivo rodeado de modas que ya no entiendo y de valores que nunca me inculcaron. Soy otro socialista atrapado en la ola de lo políticamente correcto. En el tsunami...

Un colegio como el mío no se diferencia mucho de un museo de arte moderno. Aquí también se expone mucha palabrería y se vende humo de colores al por mayor. Por cada artista real y contundente hay diez que viven del paripé. Ya sé que es un tema espinoso y muy poco ficcionable, pero aquí Cohn y Duprat harían maravillas con el personal. No con la chavalada, pobrecicos, si no con los artistas que les rodeamos. Si no renuevan por la tercera temporada de “Bellas artes” -me imagino que sí, porque ese mundo parece una cantera inagotable de soplagaitas- yo les propongo que se pasen por aquí. “Pedagogía Terapéutica”: una serie todavía por hacer. 





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Bellas Artes

🌟🌟🌟🌟


¿Qué es arte? Pues todo y nada. Andy Warhol explicaba a quien quisiera oírle que sus cuadros de la sopa Campbell eran arte, pero que la misma lata en el supermercado también lo era. La diferencia es que sus cuadros valían millones de dólares y las latas de sopa solo un puñado de centavos. En un diálogo de “Bellas artes” se recuerda que el precio de las cosas depende de lo que uno esté dispuesto a pagar. Algunos pagamos un abono carísimo a Movistar + solo para ver los pases cruzados de Toni Kroos desde el círculo central. Eso, por ejemplo, también es arte. Y reto en duelo a quien venga a decirme lo contrario.

Arte es lo que pintaba Picasso, pero también lo que dibuja un niño en su clase de preescolar. Arte, al final, es lo que unos tipos llamados críticos dicen que es arte. ¿Y quiénes son estos tipos y estas tipas (me niego a decir tipes)?: pues la gente que escribe en las revistas de arte, que monta galerías, que comparece en tertulias de conceptos muy elevados. Es un misterio. Es una pura tautología. Suponemos que el arte es un rollo de tendencias burguesas, de egos que entran en lucha, de negocios que trafican con el valor de las cosas... En otra película de Cohn y los hermanos Duprat que se titulaba “El artista”, la aristocracia del arte bonaerense confundía los dibujos de un enfermo de Alzheimer con las obras provocativas y geniales de un joven con mucho talento. Es un poco así.

“Bellas artes” no es solo una reflexión sobre la impostura de los artistas y de quienes los clasifican como tales. También es -y quien haya visto el último episodio lo entenderá- un monumento a la estupidez humana. A la bajeza y a la estulticia. La Segunda Ley de la Estupidez enunciada por Carlo Cipolla decía que “la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica propia de dicha persona”. Estúpido puede ser alguien que trabaja en el Museo Iberoamericano de Arte Moderno y también, -con muchas más papeletas, eso sí- en mi centro de trabajo habitual. Puede ser un subalterno o la misma ministra del Gobierno; un sexagenario heterosexual o una podemita con un piercing en la nariz. Aquí no se libra ni Dios.





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La Mesías

🌟🌟🌟🌟


“La Mesías” habla de tantas cosas que es complicado concretar. Lo más llamativo, por supuesto, es la chotadura religiosa de la tal Mesías, conocida en su vida pecadora como Montserrat. Pero eso solo es la carnaza, el cebo para el espectador más impresionable. A mí no me inquieta su locura, ni me sorprende para nada, porque yo he convivido con gente real que se creería a pies juntillas a la Mesías, en todas sus iluminaciones y chorradas. De hecho todavía convivo con gente así en el entorno laboral... Esta gente me persigue desde que a los seis años me matricularon en los Maristas de León y comprendí, poco a poco, hasta qué punto puede camuflarse una esquizofrenia, una paranoia, una demencia muy severa, bajo el mantra de los evangelios y del sacrificio de un profeta palestino del siglo I.

(Hay muchos mesías en potencia por ahí y solo otra sinapsis defectuosa les separa de chascar los dedos como Montserrat, sintonizando Radio Yaveh en la FM).

Pero la serie, aunque a veces lo parezca, no va de sectas cristianas ni de visitas extraterrestres, sino de la infancia perdida de sus dos protagonistas: esos dos hermanos que Montserrat parió y arrastró por el mundo antes de ser poseída por el espíritu -y quién sabe si también por la carne- del mismísimo Jesucristo redivivo. Quizá la escena más bonita de toda la serie -la que explica el meollo de la cuestión- es esa en la que ambos hermanos, ya adultos, se montan por primera vez en una atracción de feria y disfrutan como niños primerizos. Como los niños que casi nunca les dejaron ser.

“La Mesías” es una serie imperfecta, con chorradas de bulto y ocurrencias maravillosas. Pero reconozco que me ha tocado. Será que yo, a mi modo, también tuve una edad perdida que luego no pude recuperar. O que recuperé a medias y a destiempo, gestionándola muy mal. En mi caso no me fue la infancia, sino la adolescencia, que de una manera más sutil también me robaron estos chalados del crucifijo. Ellos quisieron convertirnos en eunucos, en amargados, en muertos en vida. Y casi lo consiguieron. Su Puta Madre. 




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En los márgenes

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En crisis hemos estado siempre, pero es como si no hubiéramos estado nunca. Primero fueron las hipotecas subprime, luego las consecuencias de la pandemia, y ahora la invasión putinesca de Ucrania, que no sé por qué razón infla los precios de cualquier cosa. Incluso mi vecina, que vende sus propias patatas de la huerta, dice que la guerra le “ha obligado” a subir los precios. Es un misterio.

Sin embargo, a pesar de tanto chaparrón, la gente no ha dejado de viajar, de llenar las terrazas, de comprar gadgets tecnológicos. De convertir las tiendas de don Amancio en una romería alrededor de La Kaaba. El día 7 de enero los contenedores no daban abasto con las cajas de cartón que contuvieron televisores Ultramegahostia K de 480 pulgadas. León, en Navidad, fue un no parar de comercios abarrotados y de bares donde no cabía ni un alfiler. “Crisis, what crisis?” era el título de un disco mítico de Supertramp. El capitalismo está visto que funciona: nunca te dejará sin cerveza, sin teléfono móvil y sin un viaje barato a las islas Canarias. Lo demás es secundario, o puede esperar, o te dejan financiarlo a largo plazo. A pesar de los estacazos, la vida sigue sonriendo. Quizá ya no cambias de coche cada tres años ni compras el gazpacho carísimo de Alvalle, pero bueno, tiras.

La crisis que llevaban años anunciando los de Podemos y que iba a desgarrar el tejido social hasta provocar la toma de la Zarzuela -como aquella del Palacio de Invierno- no se ha producido. Ahí no estuvieron finos. Yo les voto porque no hay nadie más a quien votar, pero creo que hemos perdido la baza electoral del apocalipsis proletario. La crisis es un niebla estacionaria que no se ha movido jamás de los mismos barrios abandonados: estos de Madrid que retrata la película, y los de toda la vida de León, que yo pateo en mis visitas. La crisis -la inflacionaria, la hipotecaria, la que afecta a la dignidad personal- la han vivido siempre los mismos, año tras año, década tras década. Ellos son los verdaderos desheredados de la Tierra. Son muchos, pero no son suficientes. A palos les puede la policía, y a votos, terminan votando a los fascistas. Es otro misterio.





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Vida perfecta. Temporada 2

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Me gusta mucho “Vida perfecta”. Pero a lo mejor es que me gusta mucho Leticia Dolera, la mujer. Me gusta a rabiar. La actriz no sé, porque se prodiga poco, aunque aquí cumple con creces, y te crees a pies juntillas todas sus sonrisas, y todas sus neurosis. Leticia tiene esos ojazos que valen para todo: para llorar, para seducir, para clavarse en tu cara como puñales. Para mirarlo todo como una niña recién salida al mundo... Joder, cómo me gustan sus ojos.

Y luego está la otra Leticia, la guionista, que también su puntazo, porque si algo tiene “Vida perfecta” es la frescura de sus diálogos, tan alejados de la declamación, de la teatralidad. Otras series españolas naufragan justo en eso: en que escuchas a los personajes y te entra la risa, o la vergüenza ajena, como de Calderón de la Barca pero en el siglo XXI. Esas son las series que le gustan justo a mi madre, pero a mí no. Leticia tiene oído, tiene calle, tiene vida de bar y de cafetería. Oído de vida en pareja, de amores ideales y amores abortados. Manuel Burque aparece con ella en los títulos de crédito, pero a mí me da que esta musicalidad, estas réplicas, estos tacos tan bien puestos, vienen del mundo interior de Leticia, porque se le ve en los ojos, en sus ojazos, que es una mujer muy lista, muy aguda, al tanto de las movidas que sacuden la vida moderna: el sexo y el trabajo, Tinder y la maternidad, la jungla urbana y el desapego de la especie.

A mi amigo le gusta algo menos Leticia Dolera, aunque reconoce sus méritos incuestionables. Nunca nos pondremos de acuerdo en estos asuntos... A mí -insisto- Leticia me sulibeya mucho, tanto que ya estoy pensando, ay, que esta escritura obsesiva debe de ser amor verdadero. Leticia me gusta lo mismo arreglada que desarreglada, recién levantada que recién acostada. No necesita ponerse guapa para ser guapa, y en eso creo yo que mi corazón anda  turulato.

La serie me gusta mucho, ya digo, casi tanto como Leticia, pero tampoco se me escapa que su mensaje es que ningún hombre merece la pena salvo que sea un discapacitado intelectual. No sé: a lo peor es verdad, y me estaba cabreando a lo tonto.





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Loco por ella

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Del mismo modo que Orfeo bajó a los infiernos para rescatar a Eurídice de entre los muertos, Adri, el enamorado de la película, bajó al manicomio para rescatar a Carla de entre los locos. Los mitos griegos se reciclan una y otra vez en nuestra cultura. Incluso en las propuestas de Netflix, tan modernas y tan molonas. Esto sucede porque en realidad las historias de amor se reducen a tres o cuatro arquetipos. O a solo dos, como sostenía Marcel Pagnol: un hombre encuentra a una mujer; si follan, es una comedia, y si no, es una tragedia.

Si nos atenemos a las palabras de Marcel Pagnol, Loco por ella es una comedia porque Adrián y Carla follan, y además lo hacen a lo grande, tan jóvenes y estupendos. Pero el asunto no es tan sencillo como parece, y aquí don Marcel, al menos, tendría que reconocer el asomo de una duda. Carla es una chica guapísima, intrépida, vital... El sueño de cualquier picaflor que desea encontrar el tulipán definitivo. El problema es que Carla vive internada en un sanatorio mental, diagnosticada de trastorno bipolar, y lo mismo te arrastra a la fiesta, y te echa el polvo del siglo, y te deja hipnotizado con su mirada de gata inteligentísima, que al día siguiente, secuestrada por su mal, prefiere no saber nada de ti, y te fulmina con la misma mirada, con el humor vuelto del revés, y el alma enturbiada, y la depresión acuchillando tras sus pupilas...

Aun así, Adri, tras visitar el lado oscuro de la luna, decide que la relación le compensa. Que lo bueno de Carla vale muchísimo más que lo malo de Carla. Que en ella hay más luz que sombra, y más oro que mierda.  Algunos espectadores llaman a este cálculo amor, y echan la lágrima viva en la última escena. Yo también, ojo, porque la historia me roza, y me desempolva memorias muy lacerantes. Pero es mi yo romanticón y tonto del culo el que llora. El otro, el racional, el que una vez también bajo a los infiernos en una operación de rescate, sabe a ciencia cierta que Adrián se ha equivocado con las matemáticas. Que ahora está poseído, excitado -enamorado, vale-, y se cree capaz de sortear las tormentas cuando lleguen. No sabe lo que le espera...




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Vida perfecta

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De adolescentes, en la ciudad provinciana, nos enseñaban que las mujeres no sentían deseo. Que ellas se dejaban hacer, las cosas, las sexuales, pero nada más. Entre las mentiras de los curas y los silencios de los padres, las milongas de los colegas y los malentendidos del porno en VHS, crecimos pensando que el orgasmo femenino era un paripé que ellas practicaban para que la especie humana se perpetuara. Jadear y gemir para que el hombre se excitara mientras ellas repasaban mentalmente la lista de la compra, o planificaban el próximo ciclo de blanco y color en las lavadoras. Sí: ésa era nuestra noción básica del asunto. Yo también fui a la EGB, ocho años, y no era tan divertido como aparece ahora en esos libros superventas. Nuestra educación fue confusa, oscura, contaminada de catolicismo rancio y prejuicios medievales. Los nacidos en el 72 -sobre todo si ya no eras muy espabilado de natura- éramos unos auténticos merluzos, carne de seminario, y pagafantas del ligoteo.



    Si hubiéramos visto Vida perfecta hace treinta años -admitiendo, por supuesto, la paradoja temporal- nos hubiera parecido una serie de marcianas aterrizadas en Barcelona. Tres hermanas procedentes de la estrella Sirio que aparcan su ovni cerca de Montjuic y recorren la Rambla hablando del sexo que practican, del que recuerdan, del que les apetecería probar, una aspirando al marco conyugal, otra huyendo de él, y la otra, la artista, la excéntrica, que ni siquiera sabe muy bien qué significa eso de conyugal…. Una versión erótico festiva de V, la serie aquella de los lagartos que nos invadían, y de sus lagartonas devoradoras.



    Los gilipollas del año 72 ahora somos hombres hechos y derechos, experimentados - más o menos- y hemos dejado el catolicismo para los ratos de cachondeo y las comuniones de los sobrinos. Ya estamos preparados para entender series que nos hablan de mujeres con los mismos deseos, y las mismas decepciones, aguijoneando en las carnes. La serie de Leticia Dolera se había hecho famosa por otros motivos antes de estrenarse. El eterno conflicto entre lo soñado y lo posible, entre la ideología y el parné, que se reproduce incluso en cabezas tan privilegiadas como la de esta mujer. Ahora su serie se va hacer famosa por otros motivos. No es perfecta -y el juego de palabras es infantil, lo sé- pero ya empiezo a recomendársela a todo el mundo, embarcado en un nuevo apostolado tan vehemente como plasta. Los diálogos suenan a verdad; los sentimientos, a propios; los personajes, a conocidos. En los tiempos oscuros, las calles del deseo eran muy estrechas y tristes, pero nunca te perdías. Ahora todo es campo abierto, posibilidad y tentación. Y las probabilidades de equivocarte se multiplican...



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