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La Mesías

🌟🌟🌟🌟


“La Mesías” habla de tantas cosas que es complicado concretar. Lo más llamativo, por supuesto, es la chotadura religiosa de la tal Mesías, conocida en su vida pecadora como Montserrat. Pero eso solo es la carnaza, el cebo para el espectador más impresionable. A mí no me inquieta su locura, ni me sorprende para nada, porque yo he convivido con gente real que se creería a pies juntillas a la Mesías, en todas sus iluminaciones y chorradas. De hecho todavía convivo con gente así en el entorno laboral... Esta gente me persigue desde que a los seis años me matricularon en los Maristas de León y comprendí, poco a poco, hasta qué punto puede camuflarse una esquizofrenia, una paranoia, una demencia muy severa, bajo el mantra de los evangelios y del sacrificio de un profeta palestino del siglo I.

(Hay muchos mesías en potencia por ahí y solo otra sinapsis defectuosa les separa de chascar los dedos como Montserrat, sintonizando Radio Yaveh en la FM).

Pero la serie, aunque a veces lo parezca, no va de sectas cristianas ni de visitas extraterrestres, sino de la infancia perdida de sus dos protagonistas: esos dos hermanos que Montserrat parió y arrastró por el mundo antes de ser poseída por el espíritu -y quién sabe si también por la carne- del mismísimo Jesucristo redivivo. Quizá la escena más bonita de toda la serie -la que explica el meollo de la cuestión- es esa en la que ambos hermanos, ya adultos, se montan por primera vez en una atracción de feria y disfrutan como niños primerizos. Como los niños que casi nunca les dejaron ser.

“La Mesías” es una serie imperfecta, con chorradas de bulto y ocurrencias maravillosas. Pero reconozco que me ha tocado. Será que yo, a mi modo, también tuve una edad perdida que luego no pude recuperar. O que recuperé a medias y a destiempo, gestionándola muy mal. En mi caso no me fue la infancia, sino la adolescencia, que de una manera más sutil también me robaron estos chalados del crucifijo. Ellos quisieron convertirnos en eunucos, en amargados, en muertos en vida. Y casi lo consiguieron. Su Puta Madre. 




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En los márgenes

🌟🌟🌟


En crisis hemos estado siempre, pero es como si no hubiéramos estado nunca. Primero fueron las hipotecas subprime, luego las consecuencias de la pandemia, y ahora la invasión putinesca de Ucrania, que no sé por qué razón infla los precios de cualquier cosa. Incluso mi vecina, que vende sus propias patatas de la huerta, dice que la guerra le “ha obligado” a subir los precios. Es un misterio.

Sin embargo, a pesar de tanto chaparrón, la gente no ha dejado de viajar, de llenar las terrazas, de comprar gadgets tecnológicos. De convertir las tiendas de don Amancio en una romería alrededor de La Kaaba. El día 7 de enero los contenedores no daban abasto con las cajas de cartón que contuvieron televisores Ultramegahostia K de 480 pulgadas. León, en Navidad, fue un no parar de comercios abarrotados y de bares donde no cabía ni un alfiler. “Crisis, what crisis?” era el título de un disco mítico de Supertramp. El capitalismo está visto que funciona: nunca te dejará sin cerveza, sin teléfono móvil y sin un viaje barato a las islas Canarias. Lo demás es secundario, o puede esperar, o te dejan financiarlo a largo plazo. A pesar de los estacazos, la vida sigue sonriendo. Quizá ya no cambias de coche cada tres años ni compras el gazpacho carísimo de Alvalle, pero bueno, tiras.

La crisis que llevaban años anunciando los de Podemos y que iba a desgarrar el tejido social hasta provocar la toma de la Zarzuela -como aquella del Palacio de Invierno- no se ha producido. Ahí no estuvieron finos. Yo les voto porque no hay nadie más a quien votar, pero creo que hemos perdido la baza electoral del apocalipsis proletario. La crisis es un niebla estacionaria que no se ha movido jamás de los mismos barrios abandonados: estos de Madrid que retrata la película, y los de toda la vida de León, que yo pateo en mis visitas. La crisis -la inflacionaria, la hipotecaria, la que afecta a la dignidad personal- la han vivido siempre los mismos, año tras año, década tras década. Ellos son los verdaderos desheredados de la Tierra. Son muchos, pero no son suficientes. A palos les puede la policía, y a votos, terminan votando a los fascistas. Es otro misterio.





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Vida perfecta. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Me gusta mucho “Vida perfecta”. Pero a lo mejor es que me gusta mucho Leticia Dolera, la mujer. Me gusta a rabiar. La actriz no sé, porque se prodiga poco, aunque aquí cumple con creces, y te crees a pies juntillas todas sus sonrisas, y todas sus neurosis. Leticia tiene esos ojazos que valen para todo: para llorar, para seducir, para clavarse en tu cara como puñales. Para mirarlo todo como una niña recién salida al mundo... Joder, cómo me gustan sus ojos.

Y luego está la otra Leticia, la guionista, que también su puntazo, porque si algo tiene “Vida perfecta” es la frescura de sus diálogos, tan alejados de la declamación, de la teatralidad. Otras series españolas naufragan justo en eso: en que escuchas a los personajes y te entra la risa, o la vergüenza ajena, como de Calderón de la Barca pero en el siglo XXI. Esas son las series que le gustan justo a mi madre, pero a mí no. Leticia tiene oído, tiene calle, tiene vida de bar y de cafetería. Oído de vida en pareja, de amores ideales y amores abortados. Manuel Burque aparece con ella en los títulos de crédito, pero a mí me da que esta musicalidad, estas réplicas, estos tacos tan bien puestos, vienen del mundo interior de Leticia, porque se le ve en los ojos, en sus ojazos, que es una mujer muy lista, muy aguda, al tanto de las movidas que sacuden la vida moderna: el sexo y el trabajo, Tinder y la maternidad, la jungla urbana y el desapego de la especie.

A mi amigo le gusta algo menos Leticia Dolera, aunque reconoce sus méritos incuestionables. Nunca nos pondremos de acuerdo en estos asuntos... A mí -insisto- Leticia me sulibeya mucho, tanto que ya estoy pensando, ay, que esta escritura obsesiva debe de ser amor verdadero. Leticia me gusta lo mismo arreglada que desarreglada, recién levantada que recién acostada. No necesita ponerse guapa para ser guapa, y en eso creo yo que mi corazón anda  turulato.

La serie me gusta mucho, ya digo, casi tanto como Leticia, pero tampoco se me escapa que su mensaje es que ningún hombre merece la pena salvo que sea un discapacitado intelectual. No sé: a lo peor es verdad, y me estaba cabreando a lo tonto.





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Loco por ella

🌟🌟🌟


Del mismo modo que Orfeo bajó a los infiernos para rescatar a Eurídice de entre los muertos, Adri, el enamorado de la película, bajó al manicomio para rescatar a Carla de entre los locos. Los mitos griegos se reciclan una y otra vez en nuestra cultura. Incluso en las propuestas de Netflix, tan modernas y tan molonas. Esto sucede porque en realidad las historias de amor se reducen a tres o cuatro arquetipos. O a solo dos, como sostenía Marcel Pagnol: un hombre encuentra a una mujer; si follan, es una comedia, y si no, es una tragedia.

Si nos atenemos a las palabras de Marcel Pagnol, Loco por ella es una comedia porque Adrián y Carla follan, y además lo hacen a lo grande, tan jóvenes y estupendos. Pero el asunto no es tan sencillo como parece, y aquí don Marcel, al menos, tendría que reconocer el asomo de una duda. Carla es una chica guapísima, intrépida, vital... El sueño de cualquier picaflor que desea encontrar el tulipán definitivo. El problema es que Carla vive internada en un sanatorio mental, diagnosticada de trastorno bipolar, y lo mismo te arrastra a la fiesta, y te echa el polvo del siglo, y te deja hipnotizado con su mirada de gata inteligentísima, que al día siguiente, secuestrada por su mal, prefiere no saber nada de ti, y te fulmina con la misma mirada, con el humor vuelto del revés, y el alma enturbiada, y la depresión acuchillando tras sus pupilas...

Aun así, Adri, tras visitar el lado oscuro de la luna, decide que la relación le compensa. Que lo bueno de Carla vale muchísimo más que lo malo de Carla. Que en ella hay más luz que sombra, y más oro que mierda.  Algunos espectadores llaman a este cálculo amor, y echan la lágrima viva en la última escena. Yo también, ojo, porque la historia me roza, y me desempolva memorias muy lacerantes. Pero es mi yo romanticón y tonto del culo el que llora. El otro, el racional, el que una vez también bajo a los infiernos en una operación de rescate, sabe a ciencia cierta que Adrián se ha equivocado con las matemáticas. Que ahora está poseído, excitado -enamorado, vale-, y se cree capaz de sortear las tormentas cuando lleguen. No sabe lo que le espera...




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Vida perfecta

🌟🌟🌟🌟

De adolescentes, en la ciudad provinciana, nos enseñaban que las mujeres no sentían deseo. Que ellas se dejaban hacer, las cosas, las sexuales, pero nada más. Entre las mentiras de los curas y los silencios de los padres, las milongas de los colegas y los malentendidos del porno en VHS, crecimos pensando que el orgasmo femenino era un paripé que ellas practicaban para que la especie humana se perpetuara. Jadear y gemir para que el hombre se excitara mientras ellas repasaban mentalmente la lista de la compra, o planificaban el próximo ciclo de blanco y color en las lavadoras. Sí: ésa era nuestra noción básica del asunto. Yo también fui a la EGB, ocho años, y no era tan divertido como aparece ahora en esos libros superventas. Nuestra educación fue confusa, oscura, contaminada de catolicismo rancio y prejuicios medievales. Los nacidos en el 72 -sobre todo si ya no eras muy espabilado de natura- éramos unos auténticos merluzos, carne de seminario, y pagafantas del ligoteo.



    Si hubiéramos visto Vida perfecta hace treinta años -admitiendo, por supuesto, la paradoja temporal- nos hubiera parecido una serie de marcianas aterrizadas en Barcelona. Tres hermanas procedentes de la estrella Sirio que aparcan su ovni cerca de Montjuic y recorren la Rambla hablando del sexo que practican, del que recuerdan, del que les apetecería probar, una aspirando al marco conyugal, otra huyendo de él, y la otra, la artista, la excéntrica, que ni siquiera sabe muy bien qué significa eso de conyugal…. Una versión erótico festiva de V, la serie aquella de los lagartos que nos invadían, y de sus lagartonas devoradoras.



    Los gilipollas del año 72 ahora somos hombres hechos y derechos, experimentados - más o menos- y hemos dejado el catolicismo para los ratos de cachondeo y las comuniones de los sobrinos. Ya estamos preparados para entender series que nos hablan de mujeres con los mismos deseos, y las mismas decepciones, aguijoneando en las carnes. La serie de Leticia Dolera se había hecho famosa por otros motivos antes de estrenarse. El eterno conflicto entre lo soñado y lo posible, entre la ideología y el parné, que se reproduce incluso en cabezas tan privilegiadas como la de esta mujer. Ahora su serie se va hacer famosa por otros motivos. No es perfecta -y el juego de palabras es infantil, lo sé- pero ya empiezo a recomendársela a todo el mundo, embarcado en un nuevo apostolado tan vehemente como plasta. Los diálogos suenan a verdad; los sentimientos, a propios; los personajes, a conocidos. En los tiempos oscuros, las calles del deseo eran muy estrechas y tristes, pero nunca te perdías. Ahora todo es campo abierto, posibilidad y tentación. Y las probabilidades de equivocarte se multiplican...



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