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Han Solo: Una historia de Star Wars

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Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




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