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La guerra del planeta de los simios

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En “La guerra del planeta de los simios” ya vamos todos a muerte con los simios. Los misántropos porque veníamos predispuestos, y los espectadores decentes, más apegados al género humano, porque los guionistas les han convencido de que los Homo sapiens somos unos hijos de puta sin remedio y de que ya es hora de que el simio sea la imagen y la semejanza del Dios creador. Después del triunfo de César y sus ejércitos, Dios ya no será un señor blanco de barba esponjosa que vive encima de una nube, sino un simio de la selva que vive en el árbol más alto y se pasa el día chingando y buscando frutos en las ramas. 

Yo me alegro de esta extinción virtual de la raza humana. En realidad, si fuéramos justos, no mereceríamos otra cosa. Pero claro, nadie va a dar el primer paso de proponerse... La alegría misántropa que proporciona la película tiene algo de cinismo y de simple experimento mental. De todos modos, que los simios fueran los dueños del planeta sólo sería una victoria efímera. Un paréntesis gozoso. Las leyes de Darwin van a seguir cumpliéndose aunque los monos no lean a Darwin. Dentro de cuatro millones de años, cuando rueden otra secuela de “El planeta de los simios”, los tataranietos de César habrán cumplido de nuevo el ciclo de la evolución y serán humanos otra vez. Es decir: volverán a llenarlo todo de mierda y a torturar a otros animales en las plazas de toros o en los laboratorios de la industria. Mientras todo quede en manos de los simios superiores jamás vamos a salir de la trampa. 

El abuelo Darwin planteó un círculo cerrado de difícil solución. Cada cuatro millones de años los simios evolucionados tendrán que vérselas de nuevo con los simios arrinconados que aspiran a derrocarlos. Solo una guerra nuclear - ésa que dicen que haría reyes a los roedores y reinas a las cucarachas- acabaría con este ciclo eterno de precuelas y secuelas de “El planeta de los simios”. Lo iremos viendo.





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El triángulo de la tristeza

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Confieso que soy un marxista que nunca ha leído “El Capital”. Del abuelo Karl solo leí “El manifiesto comunista”, que es un librito más directo y manejable. Una vez, de joven, quise abordar “El Capital” y me desfondé en la página 20 como quien sube un puerto de montaña. Nuestro libro fundamental no es más que germanía económica y está dirigido a los especialistas en la materia. Es como ser un católico analfabeto: no entiendes la Biblia, pero te fías de la Palabra. Los marxistas también tenemos una fe que mueve montañas -aunque ahora no estemos en nuestro mejor momento- y confiamos en nuestros traductores cuando nos dicen que la explotación del hombre por el hombre es una puta vergüenza y que jamás va a detenerse hasta que los proletarios nos levantemos indignados.

Han pasado casi dos siglos desde que el abuelo soñara con la revolución definitiva y seguimos más o menos como estábamos. Si en su época los marxistas eran una minoría vociferante, ahora que podríamos predicar nuestro evangelio gracias al milagro de internet -inventado por los capitalistas, todo hay que reconocerlo- nos vemos resignados a sobrevivir en un margen borroso de la historia. Es por eso que se agradece que de vez en cuando, en algún libro, en alguna tertulia de la radio, en alguna película procedente de la idílica Escandinavia, se recuerde que los ricos son unos hijos de puta que viven como príncipes a costa de acaparar las plusvalías. Que el lujo de sus fiestas, tan deslumbrante, tan de revista del corazón, no es más que la ostentación impúdica de nuestra miseria. Y que la única solución que esos cerdos no proponen es que desertemos en plena batalla y nos pasemos a sus filas: que nos arranquemos los escrúpulos de cuajo, o que la belleza física nos abra las puertas de sus santuarios.

Sin embargo, por muy marxista que uno sea, también hay que admitir que la naturaleza humana es muy jodida y atravesada, y que a los pobres, cuando llegan al poder y se ponen a impartir justicia, se les pone una cara de esclavistas que también da mucho asco contemplar.  Eso también lo explican en “El triángulo de la tristeza”.


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Tres anuncios en las afueras

🌟🌟🌟🌟

En los 23 años que llevo en La Pedanía nunca se ha producido un crimen tan tremebundo como este de la película. La gente de aquí es muy particular, más bien tirando a lo cejijunto y a lo cerril, pero no produce psicópatas asesinos ni violadores de chavalas. Que uno sepa... Y los peregrinos, cuando pasan, en los cinco minutos que tardan en atravesar la calle principal, nunca cometen una barrabasada que luego tenga que investigar el cuerpo de policía. A veces, entre los oriundos, se producen insultos, peleas, discusiones sobre lindes... Acaloramientos de bar cuando juegan el Barça y el Madrid e interviene el videoarbitraje. Pero nada que desemboque en un guion truculento al estilo de Jolivú.

Pero si un día ocurriera algo grave -Dios no lo quiera- tenemos anuncios en las afueras para dar y tomar. Si en Ebbing, Missouri, Mildred Hayes solo tenía tres paneles disponibles para denunciar la parálisis policial, aquí, en La Pedanía, Castilla y León, habría tenido decenas de ellos para expresar su contrariedad. En eso, la verdad, vamos sobrados de material, porque para llegar hasta aquí hay que atravesar un polígono industrial en el que se venden coches y sofás de todos los colores, y cada negocio cuenta con su anuncio particular, enorme, bien visible para cualquiera que pase conduciendo o jugándose el pellejo en la bicicleta.

Hay un cartel, en concreto, que convoca todas nuestars miradas. Las masculinas por el deseo y las femeninas por la envidia. Ese jamás se lo dejaríamos a Mildred Hayes para que dejara patente su cabreo. Entenderíamos su dolor, pero le ofreceríamos otros carteles para desfogarse. Y si insistiera en ese, incluso pagando el doble de lo establecido en el contratro, convocaríamos un pleno vecinal para votar a mano alzada y evitar que nos dejara sin el recreo de la vista. El cartel del que yo hablo anuncia una tienda de sofás situada en la carretera de Galicia: en él sale una zagala esbelta y rubísima que lejos de atraer la mirada sobre el producto, la secuestra sobre su presencia, produciendo algo así como un efecto antipublicitario. 



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La cortina de humo

🌟🌟🌟🌟


Ahora que estamos en guerra contra Rusia -estamos en la OTAN, al fin y al cabo- convenía volver a ver “La cortina de humo”. En ella se explica que las guerras también se azuzan, se prefabrican... Incluso se inventan. Que intervenidas por el poder pueden convertirse en un espectáculo sin contexto, ya solo para el telediario. Un reality show con decorados naturales y víctimas destripadas que conmueve a los votantes y cambia el signo de los gobiernos.

La invasión de Ucrania no es desde luego una realidad inventada, pero conviene no hacer mucho caso de lo que cuentan los periodistas. Ya digo que somos parte interesada, aunque de momento no beligerante. (¿Enviar armas no es otro modo de beligerancia...?) Nuestros medios de comunicación están intervenidos por el gran capital, y el gran capital, ahora mismo, por unos cálculos secretos e inextricables, prefiere que Rusia sea su enemigo, y no como antes, que se acostaba con ella en las reuniones del G8 con muchas promesas de enamorados.

Para informarme de la guerra pongo el telediario de vez en cuando, leo las principales cabeceras, escucho los noticieros de la radio... Y tengo la impresión de que me cuentan sola una parte de la verdad. Y que la parte que me enseñan tampoco viene limpia del todo. En esta cadena de suministros las noticias pasan por demasiadas manos antes de llegar a mis entendederas. Hay muchos intereses en juego. En la película sólo están Robert de Niro y Dustin Hoffman haciendo de intermediarios entre la guerra inventada y el público norteamericano. Pero aquí, en la penúltima guerra europea, hay empresarios de la electricidad, inversores del petróleo, generales de la OTAN, fabricantes de armas, gobiernos nacionales, dueños de imperios televisivos... Estrategias electorales ¿Qué nos queda, al llegar a destino, de la matanza original, del bombardeo indiscriminado, del afán imperialista de Vladimir Putin? A saber. Nadie se para nunca explicar la geopolítica del asunto y eso ya es bastante sospechoso. Todo es emotivo y amigdalítico. No se trata de que opinemos, sino de “crear un estado de opinión”.





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True Detective. Temporada 1

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Es opinión generalizada que el último episodio de True Detective, el que narra la resolución definitiva del caso, no está a la altura de los siete anteriores. Como un orgasmo muy anhelado que al final explotara con la pólvora algo mojada.

    Circulan varias teorías por los foros, y por las tertulias del café, pero la única cierta es que llegados a esas alturas del drama, después de haber navegado por los siete pantanos del Mal, ya nos daba un poco igual la identidad del asesino. Las buenas series policiacas -como las buenas novelas del género- no lo son porque su trama nos mantenga en vilo manejando pistas falsas y pistas verdaderas, sino porque en algún momento determinado la identidad del asesino se convierte en un mcguffin de los que hablaba Alfred Hitchcock. Lo que realmente nos cautiva es la personalidad del detective que se afana en las deducciones, un tipo que suele ser de inteligencia compleja, costumbres depresivas y comentarios vitriólicos.

    Los artefactos ingeniosos nos entretienen, nos causan admiración, pero al poco tiempo los olvidamos o los enredamos en la memoria con otros muy parecidos. Diez años después de leer Los hombres que amaban a las mujeres, poca gente recuerda ya el intringulís criminal de la novela, pero de Lisbeth Salander nos sabemos su biografía como si fuera una señorita habitual de las revistas de cotilleos. Yo leía las novelas de Pepe Carvalho por saber más de Pepe Carvalho, de su filosofía particular, del mismo modo que leía las novelas de Conan Doyle fascinado por la personalidad de Sherlock Holmes, o veía House, que era una serie de mierda, porque había un sabueso de enfermedades que cada vez que hablaba sentaba cátedra o me hacía reír. True Detective empieza con un crimen y termina con la detención del criminal, pero entremedias hay dos detectives que van dando bandazos en sus vidas personales, uno asceta y filósofo, y el otro pichabrava y terrenal. Son sus vidas en decadencia las que finalmente sostienen esta serie ejemplar. La crisis de la edad y de las certezas. La corrupción progresiva de sus sueños.





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Han Solo: Una historia de Star Wars

🌟🌟🌟

Durante cuarenta y un años, desde que cumplí los cinco y me adentré en los caminos de la Fuerza, siempre que vi una película de Star Wars me teletransporté a la galaxia muy lejana y al pasado muy remoto con sólo leer el rótulo del inicio. En lo que duraba la fanfarria de John Williams y pasaban las letricas explicativas, yo, en un desafío cotidiano a las leyes del espacio-tiempo, me plantaba en Tatooine, o en Coruscant, o en el planeta donde Cristo perdió el mechero, dispuesto a entrar en faena: a pilotar la nave, a negociar con la Federación de Comercio, a blandir la espada láser junto a mis colegas los Jedi. 

    Por arte de magia midicloriana, mi butaca del cine o mi sofá del salón se convertían en el asiento de Han Solo en el Halcón Milenario, y yo me lanzaba al hiperespacio del mismo modo mareante, dejando una estela de rayicas azules sobre el fondo negro del universo. A toda hostia, atravesando la pantalla, sin secuelas para mi integridad física o para mi equilibrio neuronal. Lo que quedaba de mí, en este planeta secundario de la Vía Láctea, sólo era un holograma para despistar al personal, para que nadie se preocupase por mí en las dos horas de ausencia. Como quien deja la almohada bajo las mantas, fingiendo un rebujón humano.

    Pero hoy se ha averiado el mecanismo. Algo se ha jodido en este Halcón Milenario comprado en Merkamueble, y no tengo ni puta idea de cómo se arreglan estos cacharros imaginarios. Hoy, seguramente influenciado por las críticas demoledoras de los críticos, no he saltado al hiperespacio cuando he leído las primeras letras; me he quedado en tierra, en la Tierra, a muchos parsecs de distancia de estas nuevas aventuras, demasiado lejos en el futuro, sin implicación alguna con los trastazos que se sucedían en pantalla. Debería de haberme emocionado con el primer encuentro de Han Solo y Chewbacca, con la primera aparición del Halcón Milenario, con la partida de póker con Lando Calrissian que cambió el destino de la nave y de la galaxia. Pero sólo he sentido alfilerazos anestesiados, ecos de las viejas emociones. 

    Quizá me he hecho mayor de una vez por todas. De sopetón. O quizá es que hay películas que no se pueden ver en domingo. Han Solo: Una historia de Star Wars, es una película de viernes alegre, de sábado festivalero, de chavales entusiastas en el sofá sin deberes. Los domingos -ahora lo recuerdo-  está prohibido el salto al hiperespaciopor la Dirección Galáctica de Tráfico. La DGT de las autopistas estelares.




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El escándalo de Larry Flynt

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El padre de mi amigo, que era un pornógrafo muy exigente, escondía las revistas Hustler en el altillo del armario empotrado, allá en su dormitorio matrimonial. A veces, en el revoltijo, cuando nos subíamos a la banqueta para usufructuar temporalmente el tesoro de los adultos, aparecía alguna Penthouse, o alguna Playboy, que también era pornografía de tronío, intelectual, tetas envueltas en artículos de opinión, de investigación incluso, mens sana in corpore sano, una paja para la ansiedad y una lectura para la sabiduría.

    Hustler no tenía nada que ver con la revista Lib -la de la pera mordida, tan parecida a la manzana de Apple. Lib era el contrabando habitual en nuestras aulas del bachillerato, tan simplona como excitante, sucia y aspiracional, pero con mujeres que estaban a años luz de la belleza que exhibían las modelos de Hustler, que eran todas anglosajonas bien alimentadas, sanísimas, hijas del maíz de Wisconsin o de la ternera de Illinois. Mujeronas de tentetieso que además parecían todas con estudios, de universitarias para arriba, porque tenían una cara de listas que  a veces nos abrumaban un poquitín, y nos cortaban el progreso de la erección, como si fuéramos indignos de tratar con aquellas señoras que tanto valían y tan buenorras se mostraban.

    Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de Larry Flynt, que era el dueño de aquel emporio de la masturbación masculina. Nunca nos dio por mirar la página de los créditos, tan ávidos e impacientes como íbamos al asunto. Por aquel entonces, mientras nosotros nos hacíamos las pajas, el pobre Larry, que era como el Jesucristo que se había inmolado para que nosotros siguiéramos pecando, languidecía en su silla de ruedas después del intento de asesinato que lo dejó paralítico y enganchado a las drogas. Fue la época en la que tambièn perdió a su amada Althea, y en la que tuvo que comparecer varias veces ante los tribunales, ya medio turulato, con la boca torcida, la bipolaridad disparada y el exceso en la verborrea. Pero eso sí: con las ideas muy claras sobre los límites de la libertad de expresión. Que son como los límites del universo: finitos, pero muy lejanos -a tomar por el culo, dado el contexto -si hablamos en años-luz de distancia.  El escándalo de Larry Flynt es el mismo escándalo que hoy en día persigue a nuestros tuiteros, nuestros humoristas, nuestros raperos. No hemos avanzado una mierda. Más bien lo contrario. La historia se muerde su propia cola, que era otro sueño prometido en las revistas pornográficas.


 

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El castillo de cristal

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Alguien dijo una vez –en una película, seguramente, que son las únicas sentencias que recuerdo con fidelidad- que si recuerdas tu infancia como una época feliz es que te estás haciendo mayor, y que la distancia endulza lo que seguramente no fue para tanto.

    En su novela El castillo de cristal, la escritora Jennifer Walls intenta mantener la objetividad y la calma. Contener los caballos nostálgicos que se desbocan. Narrar lo bueno y lo malo de su niñez. Lo provechoso y lo dañino. Lo entrañable y lo pesadillesco. Pero al final le puede el romanticismo, o la ñoñería. Porque vista con cierta objetividad, la infancia de Jennifer Walls –y la de sus pobres hermanos y hermanas- es una desgracia difícil de idealizar. 

Un padre tan inteligente como zumbado, tan maniaco como depresivo, arrastra a su familia por los andurriales de Estados Unidos a bordo de una tartana, viviendo a salto de mata, a la buena de Dios, en campos y moteles, poblachos del desierto y ciudades de mala muerte. Un canto muy loco a la libertad del individuo. Un empecinado me cago en el sistema educativo, en la administración pública, en el entramado de valores...  Un grito anarquista que tendría su enjundia, su valor, su aplauso del respetable incluso, si este fulano al que da vida Woody Harrelson fuera el Captain Fantastic al que daba vida Viggo Mortensen en la otra película, porque éste era un socialista libertario con dos dedos de frente y un libro lleno de buenos consejos para sus hijos. 

    Pero quedan, claro, para la Jennifer Walls que recuerda, las noches al raso contemplando las estrellas. Las aventuras locas en la naturaleza salvaje. Ciertos momentos de cariño loco. Queda el castillo de cristal que la familia Walls finalmente nunca construyó, como símbolo de los sueños que nunca se cumplieron.  Y con ese puñado de buenos recuerdos, que florecen incluso en las infancias más ásperas y desgraciadas, la autobiografía de Jennifer Walls cocina un pastel amargo por dentro pero muy dulce por fuera. Un tostón que se hace masa en la boca e indigestión en el estómago. Todo en El castillo de cristal es tan intenso como poco emocionante; tan correcto como infumable. Tan prometedor como fallido.




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No es país para viejos

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6 años menos tres días. Ése es el tiempo exacto que ha transcurrido desde que vi, por primera vez, No es país para viejos, mi decepción más sonada con los hermanos Coen. Recuerdo que escribí cosas por los foros denunciando el final incomprensible, las preguntas sin respuesta, la desidia sin remaches, y que luego hube de esconderme en las cavernas mientras pasaba el temporal de las refutaciones, todas muy críticas con mi herejía. Muchos que hasta entonces ni siquiera los conocían, los llamaron maestros por haber ganado el Oscar, y se proclamaron apóstoles y evangelistas de su cine. Y yo, que durante veinte años fui su discípulo predilecto, que los acompañé en la travesía del desierto y en la pesca de almas a orillas del Misisipi, tuve que traicionarlos en el momento de su mayor gloria, como un Judas vendido por cuatro tonterías del argumento. 


            Les he seguido de lejos, todo este tiempo, viéndolos sin que ellos me vieran, disfrazado en los cines, o agazapado en los sofás. Después de No es un país para viejos nos entregaron Quemar después de leer, y los di por acabados, y por repetidos, como si ya hubieran dicho todo lo que había que decir, y estuvieran prontos a regresar al cielo de sus mansiones. Pero luego, por sorpresa, rodaron ese peliculón que casi nadie comprendió, Un tipo serio, y una fe renovada brotó en mi corazón. Un brote rojo, que no verde, de músculo cardíaco que volvía a formarse y a latir con impaciencia. Los advenedizos salieron espantados en busca de nuevos ídolos, y los viejos discípulos, que en las desventuras de Larry Gopnik recobramos las viejas esencias y los viejos guiños, fuimos saliendo poco a poco de nuestro exilio. 

    6 años -menos tres días- he tardado en volver a enfrentarme con los viejos fantasmas del desierto tejano, a ver si esta vez comprendía la película oscarizada. Pero ha vuelto a faltarme el aliento. Al cabo de una hora de argumento me pudo la sed, la insolación, la monotonía del paisaje, y empecé a ver espejismos donde otros siempre han visto enjundias del guión. Pero no importa. Me he sentido cómodo en esta segunda visita, ya no cabreado, sino sólo sorprendido, y expectante. Tras un largo caminar en solitario he vuelto al redil de los Coen, a la vera de los maestros, y ellos me han acogido como al hijo pródigo que un día se fue a los otros cines, a ver otras películas.




        
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