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Un par de seductores

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La primera vez que vi “Un par de seductores” (la web de Filmaffinity, que es mi caro diario, señala que fue hace 17 años) le puse un aprobado raspado y ahora me pregunto, incrédulo, la razón de tal desvarío. Porque me he reído una jartá con sus paridas. 

Me debió de pillar en un mal día, supongo, porque la gente no cambia y los gustos tampoco. Hay días para elegir comedias y días para elegir melodramas, y quizá yo entonces me equivoqué. Solo un puñado de obras maestras caben en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Solo ellas trascienden tu estado de ánimo y te trascienden a ti mismo. Por eso ellas son inmortales y tú no. Es lo que tiene estar tan bien hechas y pervivir en la nube de los píxeles, como los dioses de la Antigüedad.

Una cosa que siempre dije que haría -pero nunca hice- es anotar en un cuaderno no solo que vi tal película tal día, sino también la circunstancia que la rodeó, como recomendaba Ortega y Gasset en sus libros de filosofía. Anotar si la vi solo o en compañía (y qué compañía, si ésta fuera confesable), si hacía frío o calor, si la vi en el cine o en el salón de mi casa (o en un salón ajeno), si estaba recién follado o recién operado, o recién salido de una época conflictiva. En fin: todo eso que acompaña al “hecho del visionado”, y que a veces emite ondas de interferencia, distorsionando para bien lo que en realidad era una película cuestionable, o para mal, si era una película que en verdad merecía mayor nota o consideración. 

Como “Un par de seductores”, que he visto, por cierto, en casa de mi mamá (porque estaba de visita), despatarrado en la cama, en el ordenador, con Eddie en su cunita roncando el sueño de los perretes. En el otoño de la edad y ya casi en el invierno del calendario.

(Esta película, como alguna otra, se la debo a Paco Fox y a Ángel Codón, que en sus podcasts divertidísimos me traen a la memoria las viejas películas. A veces reafirman mi opinión, pero a veces me hacen dudar: son tan entusiastas, tan hooligans, tan defensores de sus gustos... Bueno, un poco como yo, cuando bajo al barro de la pelea). 





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El ascenso de Skywalker

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Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.



    En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..



    En estos cuarenta y dos años he celebrado seis Copas de Europa, he leído cientos de libros y he visto miles de películas. Y entre ellas, todas las películas de la saga Star Wars: las buenas y las malas, las clásicas y las modernas, pero nunca, hasta hoy, había visto una en el cine junto a mi hijo. Cuando él era niño las vimos todas en casa, varias veces, hasta la memorización friki del diálogo. Hasta el empacho casi enfermizo de los mundos imaginados. Yo, el caballero Jedi, y él, mi inteligente Padawan... Las últimas películas nos pillaron viviendo en ciudades distintas, con compromisos distintos, novias y amigos, soledades y mierdas, y sólo ayer, en un regalo espacio-temporal que la Fuerza nos otorgó, pudimos cerrar el círculo algo ovalado de nuestra familia: padre e hijo que se reúnen no para gobernar juntos la Galaxia, como los Skywalker, o los Palpatine, que ya quisiéramos nosotros, nos ha jodido, sino para seguir con esta tradición navideña que cada cuarenta años reúne a un señor mayor con su hijo para comerse unas palomitas, escuchar la fanfarria inicial de John Williams y empezar a leer las palabras amarillas que se deslizan en la negrura…



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La venganza de los Sith

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Yo, qué quieren que les diga, comprendo muy bien a Anakin Skywalker. Las fechorías que lo condujeron a convertirse en Darth Vader también las hubiese perpetrado yo, si la vida de Natalie, enamorada de mí, hubiese corrido peligro. Yo no me habría cargado a los chavalines de la escuela Jedi, eso no, pero habría aprovechado el desconcierto para darles un cachete en el culo con mi espada láser, por sabihondos y repipis. En todo lo demás, me hubiera puesto a disposición plena del lord Sith, para lo que gustase mandar. 

            Qué más da, la jornada laboral, si por la noche te espera la bella Padmé con la cena hecha y el sofá caliente para ver la película. Qué más da si ahí fuera rige un Imperio o una República, una dictadura de los Sith o una democracia de los Jedi. Al cuerno con la galaxia. Anakin, como buen funcionario al servicio del gobierno, sabe que las horas hay que echarlas igual, repartiendo espadazos a cualquiera que monte la algarabía. En el momento cumbre de La venganza de los Sith, cuando duda entre salvar al senador Palpatine o al maestro Windu, el futuro Darth Vader tiene un momento de lucidez y piensa: para lo que me van a pagar, lo mismo me da Maroto que el de la moto, con el añadido de que Maroto tiene el secreto de la inmortalidad. Nos ha jodido. Así planteado, no sé dónde está el mal, ni la caída en el lado oscuro. Lo de Anakin es puro romanticismo, puro fervor del corazón traspasado. Yo, desde luego, tratándose de Natalie Portman, me hubiera vestido de negro sin pensarlo. Ande yo caliente, ríase la gente.


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El ataque de los clones

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El ataque de los clones es una película infumable. Sí, queridos amigos galácticos: hay que reconocerlo. Y que conste que yo soy uno de los vuestros, infantilizado como el que más. Un veterano de las fanfarrias imperiales. Yo conocí al maestro Yoda cuando ninguno de los dos era aún un viejo verde. No os digo más. A friki no hay quien me gane. A cuarentón inmaduro no tengo rival en muchos pársecs a la redonda. Pero es que el Episodio II, dejémonos de vainas, no hay por dónde cogerlo. Es un despropósito que tiene estética de videojuego en las peleas, y cursilería de culebrón en los amoríos. Los momentos más ridículos de la sexalogía se han reunido en esta tontería de la sexología, mayúscula, para cargar de razones a los odiadores. No seré yo quien detalle tales absurdos, y mucho menos en este blog. Que sean otros, los enemigos de la República, los que no creen en la Fuerza de los midiclorianos, quienes saquen los trapos a la luz. Que hagan ellos el trabajo sucio de avergonzarnos.

Pero que no me toquen, ay, a Natalie Portman. Que no se atrevan a rozarla ni un pelo. Por ahí sí que no paso. Que despellejen la película entera si quieren, pero que dejen en paz a Natalie. Qué va a hacer ella, la pobre, entre tanto despropósito. Le dicen que dispare su rayo láser o que aguante las poesías de Anakin Skywalker, y ella, como gran profesional que es, obedece las consignas sin rechistar, riéndose por dentro de tanta astracanada. En alguna escena especialmente lamentable se nota que Natalie se distancia, que se ausenta. Lo que algunos toman por interpretación de la languidez, yo, que la conozco muy bien, sé que es una ausencia que viaja muy lejos, soñando con el drama serio que habrá de otorgarle un Oscar. Absteneos, pues, servidores del Sith, de mancillar su presencia, o su  trabajo, o su hermosura. Su resalada pequeñez es el único nutriente en esta sopa de disparos y persecuciones, de esgrimas y sandeces. Y que los dioses antiguos me pillen confesado.



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