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Un loco anda suelto

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Navin Johnson, también criado en el profundo Sur de Estados Unidos, es el hermano tonto de Forrest Gump. Más tonto todavía si cabe. Porque sí: aún quedaban varios estratos por debajo. 

Y sin embargo, con su tontuna casi llevada al límite, Navin se hizo tan millonario como su hermano o incluso más. Si Forrest heredó de Bubba el negocio de las gambas justo cuando las gambas se reproducían a tutiplén, Navin, en un arranque de genialidad que sólo tienen los tontos de remate, los ultratontos de verdad, inventó el opti-grab para que las gafas nunca se cayeran al suelo cuando se aflojan las patillas. Patentas un simple tope nasal añadido a la montura y ya puedes comprarte un palacio con tres piscinas cerca de Hollywood. Y hacer que las mujeres, que antes te rehuían porque solo buscaban la inteligencia y el sentido del humor, ahora caigan rendidas a tus pies. Lo piensas fríamente y no sabes si reír o echarte a llorar. Menos mal que la película es una comedia absurda y enloquecida. 

Viéndola me acordaba de un sueño que una vez escribió Manuel Vicent en su columna: haber tenido eso, un golpe de genialidad industrial -inventar una rosca para los cartones de leche, por ejemplo- y ya vivir toda la vida de los royalties, quizá no a cuerpo de rey, pero sí liberado de la esclavitud de levantarse cada mañana para venir a trabajar. Llevar, gracias a un invento mínimo pero fundamental, de esos que facilitan la vida en Occidente, una vida monástica pero no monacal, dedicada a la lectura y a la escritura, al paseo y a la compañía. Una vida sin estrés, sin horarios, que es la única vida de verdad, como aquella del Paraíso Terrenal antes de que llegara el ángel flamígero a joderlo todo.

Por lo demás, “Un loco anda suelto” es una suprema tontería. A veces te ríes mucho y a veces no entiendes donde está la gracia. Steve Martin haciendo de "tonto deluxe" tiene registros más descacharrantes en  su filmografía. 




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Un genio con dos cerebros

🌟🌟🌟🌟


Para ser un genio no hace falta tener dos cerebros. Con uno bien dotado ya basta. De hecho, todos los hombres tenemos dos cerebros y la mayoría somos idiotas perdidos. Esto se debe a que el cerebro A, que es el de la cabeza (me niego a llamarle el principal) suele entrar en contradicción con el cerebro B, que es el del perineo (me niego a llamarle secundario). Si el cerebro A (inicial de azotea) dice so, el cerebro B (inicial de bajos) dice arre, o viceversa, y tal disonancia provoca chisporroteos neuronales, conductas erráticas, imbecilidades que pueden soltarse por vía oral o a través del aparato locomotor. Sea como sea, un destino funesto. 

Las mujeres, con su único y poderoso cerebro, no saben la suerte biológica que tienen. Cuando se vuelven majaras es por otras causas, pero no por esta. Dos cerebros contrapuestos no hay macho de la especie que los aguante.

Luego, en realidad, la película no va de un genio con dos cerebros, sino de un tontolaba que se enamora de un cerebro sin cuerpo, así, mondo y lirondo, por la pura telepatía de los espíritus. El título es una cosa absurda, como toda la película en realidad. Se podría haber titulado “Opera como puedas” o algo así. Te partes el culo con Steve Martin y sus sandeces... 

Pero ojo: a veces, en las comedias más locas se habla de las cosas más profundas. Y aquí, como quien no quiere la cosa, entre chistes idiotas y ocurrencias memorables, se reflexiona casi filosóficamente sobre ese gran mito universal (falso como una peseta de madera) que es la belleza interior. El consuelo más socorrido en la Santa Hermandad de los Resignados. Yo, por ejemplo, presumo mucho de belleza interior para no decir que mi belleza exterior -que tampoco fue nunca para presentarse a un concurso- se me está yendo por el sumidero. 

Cuando el eminente doctor Hfuhruhurr se enamora de la belleza interior más pura que existe (un cerebro dentro de un frasco), no tardará mucho tiempo en buscarle un cuerpo de campeonato para insertarlo en su cráneo y disfrutar del premio doble de la lotería. El cuerpo de Kathleen Turner, por ejemplo. Nos ha jodido, el gachó. 





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Un par de seductores

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La primera vez que vi “Un par de seductores” (la web de Filmaffinity, que es mi caro diario, señala que fue hace 17 años) le puse un aprobado raspado y ahora me pregunto, incrédulo, la razón de tal desvarío. Porque me he reído una jartá con sus paridas. 

Me debió de pillar en un mal día, supongo, porque la gente no cambia y los gustos tampoco. Hay días para elegir comedias y días para elegir melodramas, y quizá yo entonces me equivoqué. Solo un puñado de obras maestras caben en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Solo ellas trascienden tu estado de ánimo y te trascienden a ti mismo. Por eso ellas son inmortales y tú no. Es lo que tiene estar tan bien hechas y pervivir en la nube de los píxeles, como los dioses de la Antigüedad.

Una cosa que siempre dije que haría -pero nunca hice- es anotar en un cuaderno no solo que vi tal película tal día, sino también la circunstancia que la rodeó, como recomendaba Ortega y Gasset en sus libros de filosofía. Anotar si la vi solo o en compañía (y qué compañía, si ésta fuera confesable), si hacía frío o calor, si la vi en el cine o en el salón de mi casa (o en un salón ajeno), si estaba recién follado o recién operado, o recién salido de una época conflictiva. En fin: todo eso que acompaña al “hecho del visionado”, y que a veces emite ondas de interferencia, distorsionando para bien lo que en realidad era una película cuestionable, o para mal, si era una película que en verdad merecía mayor nota o consideración. 

Como “Un par de seductores”, que he visto, por cierto, en casa de mi mamá (porque estaba de visita), despatarrado en la cama, en el ordenador, con Eddie en su cunita roncando el sueño de los perretes. En el otoño de la edad y ya casi en el invierno del calendario.

(Esta película, como alguna otra, se la debo a Paco Fox y a Ángel Codón, que en sus podcasts divertidísimos me traen a la memoria las viejas películas. A veces reafirman mi opinión, pero a veces me hacen dudar: son tan entusiastas, tan hooligans, tan defensores de sus gustos... Bueno, un poco como yo, cuando bajo al barro de la pelea). 





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Cliente muerto no paga

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Aburrirse es el pecado capital; el encefalograma plano del espíritu. Está prohibido y además es imposible. Siempre hay una película que ver, un libro por descubrir. Un nuevo partido de la Premier o el enésimo funambulismo del Madrid. El paisaje de La Pedanía es el mismo pero cambia con las estaciones, y yo mismo soy distinto cada día en función de los placeres o los dolores. Se puede estar triste, decaído, depresivo incluso, pero aburrido... jamás. 

En ese encadenamiento de días festivos que unió la Constitución trasnochada con el follisqueo no folliscante de la Virgen, no pude salir de puente porque a) estaba malito, b) preferí ahorrar jayeres para los días luminosos y c) tuve que hacerme cargo de Noa, la perrita que hace años dejaron unos extraterrestres en La Coruña. Fueron 120 horas de encierro que dieron para hacer algunos experimentos con el tiempo. Descontados los entretenimientos antes citados, los paseos obligados con los perretes y un torneo de snooker televisado en Eurosport, aún quedaban horas para embarcarme en uno de esos ciclos cinéfilos y muy tontos que yo mismo me autoimpongo. Consiste en recordar a alguien semiolvidado -un actor, una actriz, un director viejuno del TCM- y decirle a la mula que me descargue sus tres o cuatro películas más significativas: algunas ya vistas, pero borradas del recuerdo, y otras de riguroso estreno en mi salón porque en su tiempo las deseché, o las infravaloré, o escuché a Carlos Pumares decir que eran subproductos o mierdas pinchadas en un palo. 

La primera película del ciclo dedicado Steve Martin ha sido “Cliente muerto no paga”. Nunca la había visto y la verdad es que no entiendo por qué. Pumares -ahora lo voy comprendiendo- me hizo mucho daño de chaval... No es una obra maestra, pero te deshuevas, y además contiene ese bonito homenaje a los clásicos de Hollywood, por los que Steve Martin va entrometiéndose con el desparpajo propio de un Pepe Carvalho muy tonto y divertido de Los Ángeles.





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