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Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.
En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..
Ayer, en el cine, mientras se cerraba el círculo de la familia Skywalker, yo sentía que otro círculo, el de la familia Rodríguez, mucho más modesta y de andar por casa, también se cerraba cuarenta y dos años después de haber sido trazado. En las navidades de 1977, cuando se estrenó La Guerra de las Galaxias en León y nadie sabía cuál era el camino más corto para llegar hasta Tatooine, yo fui al cine con mi padre para subirme en una nave estelar y ya no regresar del todo a este mundo que en realidad nunca he entendido ni asimilado, medio soñador y medio bobo como soy, siempre desatento y asustadizo.
En estas cuatro décadas que han transcurrido casi en un pestañeo -como en uno de esos saltos al hiperespacio del Halcón Milenario-, mientras los Skywalker crecían, se reproducían y luchaban a brazo partido para no caer en el Lado Oscuro de la Fuerza, yo, Álvaro Rodríguez, en el Sistema Solar, en su único planeta habitable, estudiaba mis asignaturas, aprobaba mis oposiciones y me hacía un hombre de provecho en este retiro laboral del Noroeste. Mientras los Sith preparaban su venganza y los Jedi se extinguían por mortal aburrimiento, yo escribía un libro infumable, tenía un hijo maravilloso y plantaba miles de pinos en terreno de loza muy poco propicio para la foresta. Mientras Han y Chewie -mi adorado Chewie- seguían contrabandeando sus mercancías por los planetas de mala muerte, yo descubría el amor, el sexo, el dolor insufrible del desamor… Y el amor nuevamente. Perdía trozos de mi cuerpo en operaciones de poca monta y jirones del alma en encontronazos de poca sustancia..
En estos cuarenta y dos años he celebrado seis Copas de Europa, he leído cientos de libros y he visto miles de películas. Y entre ellas, todas las películas de la saga Star Wars: las buenas y las malas, las clásicas y las modernas, pero nunca, hasta hoy, había visto una en el cine junto a mi hijo. Cuando él era niño las vimos todas en casa, varias veces, hasta la memorización friki del diálogo. Hasta el empacho casi enfermizo de los mundos imaginados. Yo, el caballero Jedi, y él, mi inteligente Padawan... Las últimas películas nos pillaron viviendo en ciudades distintas, con compromisos distintos, novias y amigos, soledades y mierdas, y sólo ayer, en un regalo espacio-temporal que la Fuerza nos otorgó, pudimos cerrar el círculo algo ovalado de nuestra familia: padre e hijo que se reúnen no para gobernar juntos la Galaxia, como los Skywalker, o los Palpatine, que ya quisiéramos nosotros, nos ha jodido, sino para seguir con esta tradición navideña que cada cuarenta años reúne a un señor mayor con su hijo para comerse unas palomitas, escuchar la fanfarria inicial de John Williams y empezar a leer las palabras amarillas que se deslizan en la negrura…
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