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Inseparables

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Cuando decimos -con más o menos sinceridad- que elegimos a nuestras parejas por su belleza interior, hablamos, por supuesto, de la inteligencia, de la cultura, del sentido del humor, y no de la hermosura del intestino, o a la delicadeza del bazo. Del dibujo armonioso del estómago, cruzado sobre el vientre.

    Y es una pena, porque yo, que nunca fui guapo por fuera, y jamás alumbré las virtudes teologales, ni tampoco las cardinales, siempre fantaseé con ser muy bello por dentro, orgánicamente hablando. En la adolescencia, como eran recónditas y nadie las conocía, yo presumía de tener unas entrañas modélicas, de portada de revista: el tío más guapo del barrio si la piel fuera reversible, como el forro de los abrigos. Irresistible, si las mujeres me mirasen con la profundidad de los rayos X. Mientras otros más chulos fantaseaban con ligarse a las top models del futuro, yo hacía planes con la doctora que un día quedara prendada de mis adentros. Una que me recibiera en la consulta con la frialdad destinada a los transparentes, pero que poco después, tras conocer la belleza de mis cuevas, me pidiera el número de teléfono para tratar mi caso en la mayor de las intimidades, ya fuera del hospital.

    Hasta que una vez, en un arrechucho, un internista me dijo que tenía un páncreas más bien contrahecho, y un hígado más bien retorcido, y se terminó la fantasía de mis entretelas.

    Cuento todo esto porque en la película Inseparables este pensamiento gilipollas se hace realidad en el personaje de Beverly Mantle, que en su consulta ginecológica se enamora de sus pacientes no por su aspecto exterior, al que concede un valor relativo, sino por la formación singular de sus entrañas. Lo que le vuelve loco de las mujeres no son las piernas esbeltas, ni los pechos airosos, ni los ojos gatunos, sino la arquitectura de sus órganos reproductivos, que son el receptáculo de la vida.. Un romanticismo histológico que parece de tarado, o de depravado, pero que en realidad tiene su razón de ser, y hasta su cosa de enamorado. Es la otra belleza interior.



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Inseparables (II)

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Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



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