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The Wire. Temporada 5

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Ayer mismo me quejaba con T. de esta esclavitud moderna de las series de la tele, que nos chupan el tiempo como vampiros insaciables. ¿Qué fue de cuando leíamos libros, y veíamos películas, y dormíamos una hora más en la madrugada? ¿De cuando la tentación última de la jornada era el sexo con la señora, o con el señor, y no los siguientes capítulos de una serie inaplazable e inabarcable?

    Las series han cambiado nuestros hábitos culturales, y no sólo eso: creo que nos están haciendo personas distintas, no creo que mejores. Vivimos apalancados, adosados al sofá o al respaldo de la cama. Decía Charles Bukowski que algún día naceríamos sin piernas de tanto usar las escaleras mecánicas. Y yo vaticino que si la Edad de Oro de las Series no pasa de moda, o nadie le pone remedio desde el Ministerio del Tiempo, nuestros nietos ya van a nacer directamente en los sofás, enraizados como árboles. Yo siempre soñé con una vida que fuera saltando de la cama a la vida y de la vida a la cama, en un dulce retozar. Y pasar por el sofá lo mínimo imprescindible: dos horas al día, como mucho, para ver el fútbol o la película del Plus. Eran sueños de un tiempo caducado.

    Pero eso sí: cuando llegue el tiempo de la liberación, y quememos los DVD en las hogueras, y se proscriban todas las plataformas digitales, que no me toquen “The Wire”. Habrá que redactar una ley ex profeso para protegerla. Declararla, junto a otras series incuestionables, un Bien Cultural de la Humanidad, o un Patrimonio, lo que sea, Preservarla de la vesania de las clases populares, que algún día regresaran a las salas de cine y a los prados de las fiestas, y no distinguirán la trufa de la mierda cuando se pongan a despotricar de las series que nos alienaban. 

    “The Wire” tiene que ser conservada en todos los formatos posibles, analógicos o digitales, tangibles o etéreos. Servir de ejemplo para recordar que una vez se hicieron series no para robarnos el tiempo sin más, como ladrones que entraban por la ventana, sino que pretendían ampliar el listado clásico de las artes. Porque “The Wire” es una obra de arte. Una pieza de museo, y un motivo de nostalgia.


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La ciudad es nuestra

🌟🌟🌟🌟


A tenor de lo visto en “La ciudad es nuestra”, me da que en Estados Unidos -o al menos en el estado de Maryland- no tienen una ley mordaza tan retrógrada y neofascista como la nuestra. ¡Shame on you, congresistas de Madrid!

Si no, David Simon y sus secuaces -Pelecanos, Ed Burns, todos los sospechosos habituales de su banda- ya habrían comparecido ante el juez denunciados por el Cuerpo de Policía de Baltimore. Amenazados de cárcel por denunciar los abusos policiales y poner así en peligro la unidad de la patria, y la concordia de la Constitución. Y los privilegios de la burguesía. Y ya me callo.

A ver quién es el guapo que aquí, en España, podría rodar una serie semejante, contando cómo la Policía Nacional hizo esto o la Policía Autonómica hizo lo otro. No quiero detallar por culpa, precisamente, de la ley… Una ley que ni siquiera el gobierna social-comunista y pro-etarra ha tenido a día de hoy el valor o la conveniencia de retirar, lo que viene a demostrar que el aparato del Estado, gobierne quien gobierne, está al servicio de otros intereses mayores que lo sostienen o lo amenazan. Y ya me callo.

Alguien podría decir: “Antidisturbios”. Pero el suceso policial de aquella serie ya era -para que Sorogoyen e Isabel Peña se guardaran las espaldas- un medio accidente, una semifatalidad del destino. Un terreno gris en el que la fiscalía televisiva no podría entrar sin hacer mucho el ridículo. Nada que ver con el delito continuado de una banda organizada como esta de Baltimore, que se cobraba las horas extras con fajos incautados y te pegaba una hostia en la cara con solo reprocharles su actitud. Una banda de gánsteres al otro lado de la ley, que se suponía era nuestro lado.

Después de todo, ¿qué hace que un delincuente en potencia se decante por liarla vestido de uniforme policial o vestido con el traje de los Golfos Apandadores? Apenas un capricho del destino: el ejemplo de un amigo, una necesidad laboral, una oportunidad que se presentó... El bien y el mal se mezclan como el agua dulce y el agua salada en la desembocadura. Y ya me callo.





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The Wire. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Confieso, padre, que la pereza se apoderó de mí en los primeros episodios de la cuarta temporada. Que el demonio, acampado en mi hombro, me susurraba con acento motherfucker que desistiera del empeño. Me decía que hay mucho estreno por ver, y mucha comedia por revisar, y que Baltimore ya no es el mismo desde que se fueron los malotes y degradaron a McNulty.

Me recordaba, padre, que aquí ya no está Stringer Bell el asesinado, ni Avon Barksdale el encarcelado, y que cuando estos brothers de la mandanga se fueron al garete, todo este solar de la droga se quedó pues eso, como un solar. Sin alicientes para el espectador. Ahora, en la cuarta temporada, el emperador de los arrabales es Marlo Stanfield, que es un muchacho de hablar parco y gélida mirada. Te acojona vivo, la verdad, con su expresión inescrutable. Otro sociópata de la hostia. Levanta una ceja y es que hay que disparar a fulano; tuerce el morro y es que hay que cortarle en pedacitos. Pero echamos de menos a aquellos dos prendas, qué le vamos a hacer. Nos habíamos hecho a su conflicto, a su drama shakesperiano de aceptación del destino o de negación de su suerte.

Y luego está lo de McNulty, padre, que no tiene perdón de Dios, porque “The Wire” era en gran parte su rebeldía, su desdicha, su polla desenfrenada, y ahora McNulty es un patrullero que apenas sale en las tramas, desbravado, desalcoholizado, encarrilado en el amor. Un buen hombre, al fin, pero un secundario de lujo, y un personaje de mierda. Y qué decir de nuestra fiscal pelirroja, que ya apenas se insinúa, y del detective Freamon, que ya no encabeza las escuchas.

Tenía razón el demonio, padre, que esto al principio era una cosa sin sal. Una trama desnatada. Pero en el tercer episodio -como en todos los terceros episodios- ya sale Omar con la lupara, y luego van asomando Bunks, y Carcetti, y el cenutrio de Pryzbylewski, y cuando me quise dar cuenta ya estaba en el séptimo episodio, atrapado de nuevo en las corruptelas de una ciudad que ni me va ni me viene, pero que por culpa de David Simon conozco mucho mejor que esta misma donde vivo, y donde voto, y cuyo destino, la verdad sea dicha, me importa tres pimientos y medio.




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