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Eric

🌟🌟🌟


Mientras veo “Eric” siento que una mano metida en el culo me manipula los intestinos. A esto se le conoce, en los círculos cinéfilos, como el “mal de Rockefeller”. Ya que Benedict Cumberbatch interpreta a un trasunto de Jim Henson- que no de José Luis Moreno- me viene de perillas la referencia. 

Quiero decir que viendo “Eric” no siento emociones por mí mismo: me las mangonean. Cuando no me aburro como una ostra -hay bastantes ratos así- puedo llegar a sentir asco, piedad, ansiedad..., pero es todo de garrafón, de segundas y terceras calidades. Yo sé que es esa mano la que pulsa las teclas adecuadas. La siento hurgar en mis entrañas y luego escucho el clic de las pulsaciones. En Eric es todo tan... falso. Tan prediseñado y comercial. Es el famoso algoritmo de Netflix. 

Me acordé mucho de Nanni Moretti en su última película, “El sol del futuro”, cuando acudía a las oficinas de Netflix en Italia para vender un proyecto y le exigían acomodarse al algoritmo milagroso: un giro de guion cada diez minutos, nada de desnudos, música estruendosa, un caso policial, una mujer maltratada, un abuso infantil, un homosexual orgulloso, varias mujeres empoderadas y unos cuantos hombres que descubren sus sentimientos. Y una causa bonita como telón de fondo: algo relacionado con el medio ambiente o con la igualdad, o con la sempiterna lucha contra los poderosos. Es todo de un cinismo abrumador. Ya no recuerdo la perorata exacta que le soltaban al pobre Moretti, pero él tampoco les dejó mucho tiempo para explayarse antes de salir pitando por las escaleras. 

Toda ficción es, por definición, una mano metida en el culo. Pagas -cuando pagas- para que te encuentren el punto de G de las emociones. Pero hay manos y manos. Las manos delicadas no fuerzan los sentimientos: los invitan a salir. Los seducen y los halagan. De pronto te sientes a gusto en el sofá y sabes que te están engañando un buen puñado de profesionales. Las manos de “Eric”, en cambio, son torpes y sobonas. Se creen la pera limonera porque han triunfado en muchos hogares testeados, pero se les nota el truco y la impaciencia. A mí me molestan o me hacen daño.




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The Wire. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟🌟


Ayer mismo me quejaba con T. de esta esclavitud moderna de las series de la tele, que nos chupan el tiempo como vampiros insaciables. ¿Qué fue de cuando leíamos libros, y veíamos películas, y dormíamos una hora más en la madrugada? ¿De cuando la tentación última de la jornada era el sexo con la señora, o con el señor, y no los siguientes capítulos de una serie inaplazable e inabarcable?

    Las series han cambiado nuestros hábitos culturales, y no sólo eso: creo que nos están haciendo personas distintas, no creo que mejores. Vivimos apalancados, adosados al sofá o al respaldo de la cama. Decía Charles Bukowski que algún día naceríamos sin piernas de tanto usar las escaleras mecánicas. Y yo vaticino que si la Edad de Oro de las Series no pasa de moda, o nadie le pone remedio desde el Ministerio del Tiempo, nuestros nietos ya van a nacer directamente en los sofás, enraizados como árboles. Yo siempre soñé con una vida que fuera saltando de la cama a la vida y de la vida a la cama, en un dulce retozar. Y pasar por el sofá lo mínimo imprescindible: dos horas al día, como mucho, para ver el fútbol o la película del Plus. Eran sueños de un tiempo caducado.

    Pero eso sí: cuando llegue el tiempo de la liberación, y quememos los DVD en las hogueras, y se proscriban todas las plataformas digitales, que no me toquen “The Wire”. Habrá que redactar una ley ex profeso para protegerla. Declararla, junto a otras series incuestionables, un Bien Cultural de la Humanidad, o un Patrimonio, lo que sea, Preservarla de la vesania de las clases populares, que algún día regresaran a las salas de cine y a los prados de las fiestas, y no distinguirán la trufa de la mierda cuando se pongan a despotricar de las series que nos alienaban. 

    “The Wire” tiene que ser conservada en todos los formatos posibles, analógicos o digitales, tangibles o etéreos. Servir de ejemplo para recordar que una vez se hicieron series no para robarnos el tiempo sin más, como ladrones que entraban por la ventana, sino que pretendían ampliar el listado clásico de las artes. Porque “The Wire” es una obra de arte. Una pieza de museo, y un motivo de nostalgia.


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The Wire. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Confieso, padre, que la pereza se apoderó de mí en los primeros episodios de la cuarta temporada. Que el demonio, acampado en mi hombro, me susurraba con acento motherfucker que desistiera del empeño. Me decía que hay mucho estreno por ver, y mucha comedia por revisar, y que Baltimore ya no es el mismo desde que se fueron los malotes y degradaron a McNulty.

Me recordaba, padre, que aquí ya no está Stringer Bell el asesinado, ni Avon Barksdale el encarcelado, y que cuando estos brothers de la mandanga se fueron al garete, todo este solar de la droga se quedó pues eso, como un solar. Sin alicientes para el espectador. Ahora, en la cuarta temporada, el emperador de los arrabales es Marlo Stanfield, que es un muchacho de hablar parco y gélida mirada. Te acojona vivo, la verdad, con su expresión inescrutable. Otro sociópata de la hostia. Levanta una ceja y es que hay que disparar a fulano; tuerce el morro y es que hay que cortarle en pedacitos. Pero echamos de menos a aquellos dos prendas, qué le vamos a hacer. Nos habíamos hecho a su conflicto, a su drama shakesperiano de aceptación del destino o de negación de su suerte.

Y luego está lo de McNulty, padre, que no tiene perdón de Dios, porque “The Wire” era en gran parte su rebeldía, su desdicha, su polla desenfrenada, y ahora McNulty es un patrullero que apenas sale en las tramas, desbravado, desalcoholizado, encarrilado en el amor. Un buen hombre, al fin, pero un secundario de lujo, y un personaje de mierda. Y qué decir de nuestra fiscal pelirroja, que ya apenas se insinúa, y del detective Freamon, que ya no encabeza las escuchas.

Tenía razón el demonio, padre, que esto al principio era una cosa sin sal. Una trama desnatada. Pero en el tercer episodio -como en todos los terceros episodios- ya sale Omar con la lupara, y luego van asomando Bunks, y Carcetti, y el cenutrio de Pryzbylewski, y cuando me quise dar cuenta ya estaba en el séptimo episodio, atrapado de nuevo en las corruptelas de una ciudad que ni me va ni me viene, pero que por culpa de David Simon conozco mucho mejor que esta misma donde vivo, y donde voto, y cuyo destino, la verdad sea dicha, me importa tres pimientos y medio.




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The Wire. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟


Llevamos tanto tiempo hablando de “The Wire” que ya hemos perdido la perspectiva de los años. Yo por lo menos. “The Wire” lleva en la cartelera catódica veinte años, que son un tercio de vida si tienes mala suerte, o un cuarto, si la fortuna te sonríe. Sea como sea, un buen cacho de existencia. El gol de Iniesta ya empieza a coger el color sepia del gol de Zarra y sin embargo, cuando Camacho gritaba afónico en el televisor, ya hacía dos años que “The Wire” había terminado su andadura en la HBO, las cinco temporadas completas, y se iba posicionando en el top 5 espiritual de todos nosotros. Cuando “The Wire” dejó de ser soporte físico y ascendió a los cielos del wifi, empezó a convertirse en mito y religión. Y desde entonces que no hemos parado de alabarla...

Tenía miedo de ver la primera temporada. A veces la leyenda no resiste una visita. Todos los católicos, por ejemplo, sueñan con viajar en el tiempo a la Palestina de Cristo, como en Caballo de Troya, pero no sé cuántos regresarían al siglo XXI con su fe intacta. La narración de los evangelistas y la realidad de los hechos puede ser tan chocante como demoledora. Algo así me temía yo con “The Wire”: una especie de desacralización, o de mundanidad. En el primer episodio te das cuenta de que los teléfonos móviles son todavía unos cacharros antediluvianos y poco generalizados. Por eso, precisamente, se andan con tanto lío en las escuchas... Hay teles cuadradas, y ordenadores con Windows 95, y los detectives hablan mucho de cómo se ha puesto la cosa con las detenciones en comisaría, al hilo del 11-M. Es, directamente, el mundo del ayer.

Pero la narrativa, ay, permanece intacta. Te entra por los ojos y por los oídos a los quince minutos de parloteo, y ya te relajas del todo y disfrutas como un enano. La serie resiste, vaya que si resiste. Es más: campea victoriosa. Las jetas de todo este casting pluscuamperfecto conforman algo así como una esfinge de Giza que mira al puerto de Baltimore, imperturbable. El viento y la sal todavía no han producido rasguños detectables.

Hay nariz para muchos años.




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