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Confieso, padre, que la pereza se apoderó de mí en los
primeros episodios de la cuarta temporada. Que el demonio, acampado en mi
hombro, me susurraba con acento motherfucker que desistiera del empeño. Me
decía que hay mucho estreno por ver, y mucha comedia por revisar, y que
Baltimore ya no es el mismo desde que se fueron los malotes y degradaron a
McNulty.
Me recordaba, padre, que aquí ya no está Stringer Bell el asesinado,
ni Avon Barksdale el encarcelado, y que cuando estos brothers de la mandanga se
fueron al garete, todo este solar de la droga se quedó pues eso, como un solar.
Sin alicientes para el espectador. Ahora, en la cuarta temporada, el emperador
de los arrabales es Marlo Stanfield, que es un muchacho de hablar parco y
gélida mirada. Te acojona vivo, la verdad, con su expresión inescrutable. Otro sociópata
de la hostia. Levanta una ceja y es que hay que disparar a fulano; tuerce el
morro y es que hay que cortarle en pedacitos. Pero echamos de menos a aquellos
dos prendas, qué le vamos a hacer. Nos habíamos hecho a su conflicto, a su drama
shakesperiano de aceptación del destino o de negación de su suerte.
Y luego está lo de McNulty, padre, que no tiene perdón de
Dios, porque “The Wire” era en gran parte su rebeldía, su desdicha, su polla
desenfrenada, y ahora McNulty es un patrullero que apenas sale en las tramas, desbravado,
desalcoholizado, encarrilado en el amor. Un buen hombre, al fin, pero un
secundario de lujo, y un personaje de mierda. Y qué decir de nuestra fiscal
pelirroja, que ya apenas se insinúa, y del detective Freamon, que ya no
encabeza las escuchas.
Tenía razón el demonio, padre, que esto al principio era una
cosa sin sal. Una trama desnatada. Pero en el tercer episodio -como en todos los
terceros episodios- ya sale Omar con la lupara, y luego van asomando Bunks, y
Carcetti, y el cenutrio de Pryzbylewski, y cuando me quise dar cuenta ya estaba
en el séptimo episodio, atrapado de nuevo en las corruptelas de una ciudad que ni
me va ni me viene, pero que por culpa de David Simon conozco mucho mejor que esta
misma donde vivo, y donde voto, y cuyo destino, la verdad sea dicha, me importa
tres pimientos y medio.
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