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La teniente O´Neil

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Yo sé que en mi colegio, cuando creen que no atiendo, o que no estoy por las cercanías, mis compañeras me llaman “el teniente O’Neil”. Es por la película, claro, no por mi espíritu militar, porque si la teniente O’Neil es una mujer encerrada en un mundo de hombres, yo, en mi trabajo, soy un hombre infiltrado en un mundo de mujeres. 

Lo mío también es un experimento secreto del gobierno, pero en este caso no del Ministerio de Defensa, sino del Ministerio de Educación. Ahora que las mujeres ya pueden combatir en los comandos más asesinos del ejército, había que recorrer el camino inverso para demostrar que los hombres también podíamos trabajar en centros de Educación Especial sin que nos asustaran los fluidos o los panoramas tremebundos.

Para ser sincero del todo, hay otros dos soldados no gestantes que trabajan en este claustro de profesores -al que llamamos “de profesoras” no por rebeldía gramatical, sino por simple aplastamiento de las matemáticas- pero no los tengo en cuenta porque no hablan mucho de fútbol, o lo hablan del revés, y yo los lunes por la mañana no puedo debatir con ellos las corruptelas de los árbitros o las tonterías irritantes de Vinicius. Mis dos compañeros -uno soldado raso y otro capitán con galones que hizo los cursos de oficial- tampoco hablan de mujeres por lo bajini ni se ríen con los chistes zafios de toda la vida. Ellos son hombres modernos y reformados que ven Eurovisión con sus parejas y saben cocinarles platos muy complicados los domingos al mediodía.

Yo sé que ellos hicieron los cursos de Nuevas Masculinidades para sumar puntos en el concurso de traslados y regresar pronto a sus tierras de procedencia, lejos de este valle perdido entre las montañas. Pero ahora, mira tú, han adquirido un poso, una elegancia, una manera de ser y de estar que les aleja del machirulo tradicional y les hace muy populares entre mis compañeras de cuartel. Yo, en cambio, que sólo hago cursillos de informática para cumplir con los sexenios requeridos, sigo siendo el soldado mostrenco que echa de menos una buena palabrota o un buen chiste sobre malentendidos en la cama. Estoy solo, muy solo, en este campamento educativo. 



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La delgada línea roja

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Cuando rugen las ametralladoras, La delgada línea roja no escatima sangres ni intestinos para hacernos entender la brutalidad de una guerra. Pero luego, cuando el silencio se apodera de la isla de Guadalcanal, la cámara pasea por la naturaleza exuberante para lamentar tanta herida abierta y tanto salvajismo de los humanos. Así resumida, la película parece una obra comprometida, antibélica, de claro mensaje pacifista. Pero no lo es. Es una película fascinante en lo formal, pero muy tramposa en su denuncia. El soldado Witt, que es la voz en off que aprovecha los remansos del combate para reflexionar , se hace mil preguntas del tipo: "¿qué oscura ceguera se ha apoderado de los hombres?", o "¿cuánta crueldad somos capaces de asimilar?" "¿En qué momento nos desviamos del recto camino de la fraternidad?," y cosas así, solemnidades que no conducen a nada, sólo a la filosofía barata, y a la ocultación torticera de los hechos.


    Al soldado Witt habría que explicarle que la guerra nunca es producto de una insania, de una locura transitoria. Aunque su desarrollo sea caótico y brutal, la guerra siempre obedece al interés concreto de unos fulanos muy avariciosos que jamás luchan en ella. Y que jamás, tampoco, envían a sus hijos al frente. Mercaderes que cuando ven peligrar sus beneficios presionan a los gobiernos para abrir rutas, expandir mercados, acceder a materias primas. Desde las Guerras Púnicas a la invasión de Irak pasando por la II Guerra Mundial... El soldado Witt -y con él Terrence Malick, que es como el ventrílocuo que mueve el muñeco- prefieren hacerse los suecos ante estas evidencias de lo bélico, y se lanzan a la poesía sobre la podredumbre humana, y sobre el Mal que habita en nuestro interior... Bah. Gilipolleces. De nuevo el pecado original, como predican los curas en su falacia de cada domingo. Yo entiendo que La delgada línea roja no aproveche el silencio de los cañones para darnos una lección sobre la geopolítica de los años cuarenta en el Océano Pacífico. Para eso ya están los documentales, y los libros de historia. Pero que tampoco nos tomen por tontos, con su literatura espiritual, y su antropología de catecismo.


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