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En “La lista de Schindler”, puede que en aras de la simplicidad
dramática, se nos omitió el dato de que
Oskar Schindler, además de empresario de éxito, fue un agente de inteligencia
al servicio de la Wehrmacht. Es decir: no un nazi de ocasión con un pin en la
solapa, sino un nazi concienzudo que trabajaba
dentro del sistema.
Schindler fue todo lo que se cuenta en la película
-entrepreneur con dinero de papá y mujeriego infatigable de las alcobas- pero también algo más: un tipo escurridizo
y contradictorio. Yo entiendo que después de todo, a efectos
prácticos, haber sido un nazi de la primera ola no le resta valor a su valentía posterior. Es más: puede que se la añada. Pero ahora, no sé por qué, me jode que en la película me lo hayan ocultado. También porque el Oskar
Schindler real resulta mucho más interesante que el Oskar Schindler ficticio. Un enigma con piernas. Todo
el mundo habla de él en el documental pero nadie parece conocerle en realidad: no su mujer, por
supuesto, pero tampoco sus amantes, ni los judíos a los que salvó y que luego le recibieron con los brazos abiertos en Israel.
¿Es verdad que Oskar Schindler se cayó del caballo camino de Cracovia?
¿Actuó con generosidad suicida o con un egoísmo calculado? ¿Será cierto, como
deslizan en el documental, que durante la guerra se convirtió en un agente
doble al servicio del sionismo? Da igual. Uno de los supervivientes incluidos en su lista lo zanja con un argumento irrebatible: “El caso es que estamos vivos y se lo debemos a él”.
(Por cierto: a Spielberg, en su día, le pusieron a
parir por la famosa escena de las duchas que no soltaban Zyklon B sino agua
fría para asearse. Le acusaron de mostrar una imagen “optimista” de los campos
de exterminio. Pero resulta que aquello sucedió de verdad: las mujeres de Schindler
fueron desviadas a Auschwitz por un error burocrático y pasaron allí varias semanas
hasta que fueron llevadas a la fábrica de Brünnlitz. Su tren fue el único que
salió de Auschwitz en toda la guerra con un cargamento de personas vivas).