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Todos estamos hechos de trozos de cadáveres, como Frankenstein. Lo que pasa es que nuestras piezas provienen todas del entorno familiar: la nariz del abuelo, las manos de la bisabuela, las cejas pobladas del padre que ya falleció... Los muertos reviven en nosotros gracias al hilo invisible del ADN, que recose sus despojos.
El ADN es el verdadero protagonista de la vida: el que supera las generaciones y nos utiliza como vehículos. Nos creemos la pera limonera y no somos más que las carcasas que los contienen, y los preservan. Y si tenemos suerte en el amor, los traspasan. Richard Dawkins es el autor imprescindible que te cambia la manera de pensar. El otro es Tywin Lannister, el hombre sin escrúpulos que recordaba que lo importante no es el nombre, sino el apellido. O lo que es lo mismo: tú no importas una mierda, sólo lo que dejas en el mundo.
Los cadáveres son las jeringuillas desechables. Las fases iniciales de un cohete lanzado a la aventura. La cáscara dura de la semilla. Lo realmente valioso es eso pequeñito que viajaba en el interior. El ADN es la hostia: forma nuevas criaturas sin dejar costurones en la piel. Es mucho más armonioso que un corta y pega de laboratorio. El ADN es información pura: el manual de instrucciones que nos recompone con los vestigios del pasado. “Todos somos Frankenstein”: jamás he visto esa campaña solidaria en los foros de internet.
El ADN es maravilloso, pero no infalible. Por eso no me atrevo a llamarlo divino. A veces es un cirujano tan chapucero como Víctor Frankenstein. Junta los trozos sin armonía, sin sentido de la estética, como si no tuviera nueve meses para pensárselo, y produce seres humanos que lo tienen muy jodido para luego reproducirse. Es entonces cuando decimos que el ADN atenta contra sí mismo. ¿Quieres preservarte y construyes una máquina que no encuentra comprador en las redes del amor?

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