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Picasso: The Beauty and the Beast

🌟🌟🌟🌟


Hace un par de años, en el Museo Madame Tussaud de Ámsterdam, mi pareja de entonces no quiso posar junto al Picasso de cera que allí taladra con la mirada a los visitantes. Es más: ni siquiera quiso comprobar si el parecido artístico seguía ajustándose al patrón de calidad europeo o si era una chapuza al estilo del Museo de Cera de Madrid, donde cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia y además te la cobran doble con la entrada.

Mi compañera -vamos a llamarla Ninotchka porque era tan roja de palabra como entusiasta de la moda de París- hizo unos aspavientos muy raros al toparse con don Pablo y pegó dos zancadas de atleta olímpica para alejarse mientras musitaba en un castellano ya extinguido en los territorios de Flandes:

- Maldito maltratador, la puta que te parió...

A mí me pareció que sobreactuaba un poco, pero tampoco quise quitarle la razón moral en el asunto. Don Pablo, ciertamente, era un genio del arte, pero también un pichabrava bastante machista y desconsiderado con las mujeres (el documental, en ese asunto, aunque alguna entrevistada parece quedarse con las ganas, no pasa a mayores con los adjetivos des-calificativos).

Lo desconcertante, lo contradictorio, lo que a mí siempre me carga de razones para no separar jamás al artista de su obra porque entonces nos quedaríamos sin nadie a quien admirar, es que Ninotchka sí se detuvo a hacerle varias cucamonas a la figura de Dalí, que fue un fascista de tomo y lomo, y a la réplica de Kate Middelton y del príncipe Guillermo, que son dos sátrapas que viven de exprimir el sueldo de sus súbditos, y también, ay, nunca lo olvidaré, a la escultura bañada en Fanta naranja de Donald Trump, al que entonces ya creíamos una cucaracha extinguida del Precámbrico y nos tomamos -eso es verdad- un poco a chirigota.

No sé... Las feministas almorávides la han tomado con Picasso y presumo que dentro de poco cualquier documental que no lo denigre y pida la quema de sus obras ya no podrá ser emitido en televisión. Así que habrá que aprovechar estas oportunidades para enterarse un poco de los entresijos geniales y mundanos de Picasso, al que le quedan cuatro telediarios en Canal Red para ser desposeído de su aura.




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La escafandra y la mariposa

🌟🌟🌟🌟🌟

Un segundo antes del colapso, Dominique Bauby era un hombre envidiable, redactor jefe de la revista Elle, triunfador de la vida y de las mujeres, desenfadado y guapo cuando conducía sus coches deportivos cerca de Montecarlo. Un segundo después del colapso, Dominique Bauby se convirtió en el personaje de cuento de terror: uno que alguien podría haber narrado en aquellas veladas góticas de Mary Shelley, donde nacían monstruos de la imaginación calenturienta.

    Tras sufrir un accidente cerebro-vascular, Dominique quedó cautivo de sí mismo, paralizado, incapaz de hablar, condenado a una existencia casi de coliflor con inteligencia agudísima. Las primeras escenas de La escafandra y la mariposa son perturbadoras, como puñetazos al estómago y a la conciencia. Pero también tienen algo de terapéutico, de cura de humildad, porque quitan las ganas de seguir compadeciéndose de uno mismo. Mis desdichas particulares palidecen ante la desgracia de este hombre que sólo conservaba un ojo para comunicarse con el mundo, un parpadeo para decir sí, dos parpadeos para decir no. Yo, al menos, en mi desventura personal, aún puedo sonreír, hablar, caminar, mantener erecciones interesantes…



    Y aún así, derrumbado, deseando morir en los primeros meses de su parálisis, Dominique, que era uno de los fuckers más solicitados de París, no puede impedir que el instinto aflore cuando sus logopedas se acercan para instruirle en un nuevo sistema de comunicación. Dominique las valora con su ojo intrigante, las sopesa como posibles amantes en el futuro imposible de su recuperación. Las desea con su cuerpo inmóvil, con su pene marchito, con sus manos crispadas para siempre… Dos segundos después, de regreso a la lucidez, siente la náusea renovada, el horror inconsolable de quien se sabe medio muerto en vida. Pero justo antes de sumergirse en la locura, Dominique descubre el refugio de su imaginación, donde puede amar libremente a todas las mujeres que desee, y seguir esquiando en los Alpes, y bersar de nuevo a sus hijos antes de acostarse…



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Van Gogh, a las puertas de la eternidad

🌟🌟🌟

Sostiene Geoffrey Miller, el psicólogo evolucionista, que cualquier demostración de talento artístico es, en el fondo, aunque el propio artista no lo pretenda, un reclamo sexual emitido para distinguirse. Una exhibición de la inteligencia, o de la creatividad. Según Miller, pintar cuadros o escribir novelas vendría a ser lo mismo que el piar del petirrojo, o que el golpear en el pecho del gorila, que retumba por la selva. La única diferencia es que con el paso de los milenios, y con las complicaciones que nos ha traído el neocórtex, nuestra selección sexual se ha vuelto más enrevesada y sutil. Pero nada más. La sustancia del asunto viene a ser la misma.  En algún momento de nuestra historia en las cavernas, una hembra prefirió acostarse con el tipo que pintaba los bisontes antes que hacerlo con el mastuerzo que los traía para comer, y de ahí, de ese hecho insólito que primó el arte por encima de la subsistencia, surgió una estirpe genética donde follaba más el poeta que el bruto, el juglar que el atleta, el pintor de salud maltrecha que el cejijunto que se sacaba la minga y provocaba la admiración entre la tribu. Los feos y los bajitos, los pirados y los enfermizos, que estaban condenadas a extinguirse con el paso de las generaciones, descubrieron una estrategia con la que echar raíces y prosperar, y se dieron al pincel y a la rima como otros se daban a la hostia limpia o a la precisión con las lanzas.




    Es por eso, deduzco yo, que  Vincent van Gogh afirmaba estar a las puertas de la eternidad cuando le preguntaban por su pintura, a pesar de que no vendía ni un solo cuadro, ni siquiera con la ayuda de su hermano Theo, el marchante de arte. La gente debía de tomarlo por loco, o por más loco aún de lo que estaba. Pero Vincent seguramente sabía lo que decía. O, al menos, intuía estos argumentos que un siglo más tarde escribió Geoffrey Miller, en su despacho de la universidad. "No sé si mi arte perdurará, pero he aquí mis destrezas, y mis talentos, por si alguna dama quiere tomar mis genes en consideración. Sería una pena, echarlos a perder, para cuando yo ya no esté. Ellos, mis genes pintores, son mi pasaporte hacia la inmortalidad".

   Al final no tuvo suerte...



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