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Fragmentos de una mujer

🌟🌟🌟


Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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White God

🌟🌟🌟

Escribió hace años Arturo Pérez Reverte:
"¿Se acuerdan de aquel anuncio estremecedor, un perro abandonado en mitad de una carretera, bajo la lluvia, sus ojos cansados y tristes, bajo el rótulo: El nunca lo haría? Es cierto. Él nunca lo haría, pero buena parte de nosotros sí. Igual usted mismo, respetable lector que hojea El Semanal en este momento, acaba de hacerlo. ¿Y sabe lo que le digo? Pues que, de ser así, ojalá se le indigeste esa paella por la que van a clavarle veinte mil pesetas en el chiringuito, o se le pinche el flotador del pato y se ahogue, cacho cabrón. Porque ya quisiéramos los humanos tener un ápice de la lealtad y el coraje de esos chuchos de limpio corazón. No recuerdo quién dijo aquello de que cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro, pero es cierto. Al suyo, al mío, a cualquier perro".

              He guardado este recorte de palabras durante años, a la espera de una película  adecuada para soltarlo. Y hoy, después de haber visto White God, la ocasión la pintaban calva. ¿Para qué iba uno a lanzar su diatriba contra los maltratadores de perros, contra los abandonadores de chuchos, si un miembro de la Real Academia, todavía vivito y coleando, ha escrito un corpus entero de ladridos contra estos hijos de puta? ¿Para qué mancillar folios en blanco con mi torpe escritura, con mis insultos básicos de barriobajero, si lo que opino es exactamente lo mismo que opina don Arturo?

             Decir que he visto White God es una mentirijilla dramática, un modo de resumir mi presencia nerviosa ante la pantalla. Porque cada vez que un perro estaba a punto de ser maltratado, torturado o tiroteado, he apartado la mirada, o he abierto una ventana en el ordenador para buscar gilipolleces en internet, atendiendo sólo a mi oído por si cambiaban el tercio de una puta vez. Uno, que viene de asistir impertérrito a las primeras temporadas de Juego de Tronos, con sus hombres rajados, desmembrados, desangrados a borbotones por el cuello, no puede, en cambio, resistir el menor daño que le hagan a un chucho de Budapest, aunque sepa que todo es ficción y que al final de la barbarie aparecerá el tranquilizador "ningún animal fue herido en la realización de esta película". 

     Pero no estoy solo: somos muchos los tipos educados y cívicos, inofensivos y mansos, que preferimos, apoltronados en un sofá, un buen desparrame de intestinos humanos antes que ver a un chucho con una espina clavada en la patita. A la espera de que un psicólogo, o un biólogo evolutivo, venga a explicarnos esta contorsión de los instintos, yo les voy contando lo que hay.



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