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The Crown. Temporada 6

🌟🌟🌟🌟 

“The Crown” era una serie cojonuda hasta que apareció la Princesa del Pueblo y se convirtió en un culebrón venezobritánico. No había manera de evitarlo, supongo, pero de pronto ya no había Casa Real -aunque solo fuera para reírnos de ella o denostarla-, ni primeros ministros, ni relato histórico de trasfondo: sólo el cuento de hadas de Lady Di estrellado contra una pilastra. Si París está lleno de indigentes que duermen bajo los puentes del Sena, Lady Di encontró el sueño eterno bajo uno que está muy cerca de la torre Eiffel. Creo que hay una metáfora escondida en su destino pero prefiero ahorrármela de momento.

La Princesa del Pueblo... Hay que joderse. A Lady Di -y toda esa caterva de la realeza- no les hubiera parecido mal que los británicos pobres combatieran en Carajistán o en Atomarporelculistán solo para mantener intactos sus privilegios. Una vida de palacios y de yates, de clubs de golf en Escocia y de hoteles Ritz en París, bien merece el sacrificio de la purrela criada en las ciudades industriales o en los barrios bajos de la capital. Y si vuelven lisiados, pues mira: que se jodan, y que Dios salve a la Reina. 

Quiero decir que ver a Lady Di “preocuparse hondamente” por el asunto de las minas antipersona producía ganas de vomitar, lo mismo en la realidad ya lejana que en la serie de rabiosa actualidad.

Pero no hay mal que cien años dure, así que en el capítulo 4 se produce el fatal desenlace y el resto, hasta el final, ya vuelve a ser nuestra serie favorita de los últimos tiempos. Para que a un bolchevique antimonárquico le guste tanto es que tiene que ser una serie cojonuda. No hay otra. Mira que estos envarados anacrónicos me producen asco, repelús, inquina, incluso odio, pero hay escenas en las que no puedo dejar de emocionarme. La reina Isabel II eligiendo la música de su propio funeral ha sido el momento seriéfilo del año. ¿Por qué en España no se rueda “La Corona” de los Borbones?. Porque estas escenas sólo saben hacerlas los británicos. Imagínense al Emérito, por ejemplo, en tal tesitura musical.  






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The Crown. Temporada 5

🌟🌟🌟🌟


La quinta temporada de "The Crown" es un desafío a nuestra credulidad. Ver a McNulty disfrazado del príncipe de Gales produce una disociación cognitiva de tal calibre que ya no sabes si es que el príncipe está de visita en Baltimore, aprendiendo a colocar micrófonos en las esquinas, o si es que McNulty, que resultó ser el 38º aspirante al trono en la línea sucesoria, ha sido investido príncipe porque toda la Familia Real quedó electrocutada en la toma de una foto oficial, como le pasaba a John Goodman  en “Rafi, un rey de peso”.

Pero McNulty -o sea, Dominic West- domina bien el registro principesco, y además sale maqueado que lo dejan como un pincel, así que nuestra credulidad, superado este reto, tiene que enfrentarse al hecho lamentable de que la princesa Margarita no es que se haya convertido en una señora mayor: es que no es, ni por asomo, la misma mujeraza que en las primeras temporadas nos dejaba con la boca abierta, estupefactos ante su belleza. A esta Margarita le han caído los años, sí, pero también le han recortado los centímetros -demasiados-, y le han comprimido el cuerpo hasta resultar irreconocible. Y además es mucho más fea... Uno no entiende que en una serie tan detallista, tan “british” en todo lo demás, se cometan estos errores de bulto. No será por actrices para elegir, digo yo, en el elenco de las isleñas.

Y luego está Diana de Gales, a la que la serie trata con suma condescendencia: la "Princesa del Pueblo”, y toda esa mierda. Ahora la interpreta una mujeraza de cuerpo mareante que debe de andar por el metro ochenta de estatura. Cuando Diana llora sentada, te la crees a pies juntillas, pero cuando se yergue para llorar de pie, sabes que no es ella, sino Elizabeth Debicki, la que se queja con amargura de vivir como una princesa millonaria. Es entonces cuando uno se va del personaje, y también un poco de la serie, y empieza a pensar que “The Crown” -tan fastuosa todavía, tan interesante a pesar de retratar las vidas de esta gentuza impresentable- empieza a descuidarse un poquitín, o a confiar demasiado en sus seguidores.


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Fragmentos de una mujer

🌟🌟🌟


Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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The Crown. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟


Todo es vanidad. Lo pone en la Biblia -en el Eclesiastés, concretamente- y es de esas sabidurías que lo mismo alumbran a los creyentes que a los ateos. En la Biblia hay mucha tontería, sí, pero también mucha verdad que se puede subrayar con el lapicero. Todo es vanidad incluso en La Pedanía, o en el barrio donde nací, “usted no sabe con quién está hablando”, así que fíjate lo que habría en Buckingham Palace, y en Downing Street, cuando la reina Isabel y la Dama de Hierro pugnaban por ser la niña más lista de la clase. O cuando el príncipe Carlos reñía con su principesca señora porque ella acaparaba el amor del pueblo y los titulares de las revistas. Cómo será la vanidad, de insidiosa, y de universal, que hasta Margaret Thatcher llora desconsolada cuando sus camaradas en la lucha de clases ya no la soportan. Los ricos, y quienes los hacen más ricos todavía, también lloran.

    Todo es sexo también. Vanidad y sexo... Aún no sé en qué orden colocarlos. Quizá son dos caras de la misma moneda, o el uno va incluido en la otra, o viceversa. No sé. También lo pone en la Biblia, lo del sexo, pero lo disimulan con bellas parábolas sobre el amor por exigencias del guion. Es comprensible. Todo es sexo incluso en La Pedanía, o en el barrio periférico de León, así que fíjate lo que habrá allí dentro, en el cogollo de los Windsor, en sus palacios de la campiña, donde los vástagos de Isabel II se reúnen con sus amantes a gozar de la vida sin corsés, sin reverencias al arzobispo de Canterbury, sin bragas y sin calzoncillos. Porque allí, desde que la corona es corona, todo el mundo vive casado a contrapié y por conveniencia. En esos matrimonios de oropel abundan las mojigatas que no hacen indecencias en la cama, y los machomen que ya vienen follados a casa y se duermen a los cinco minutos en el sofá.

    Hasta el matrimonio de Isabel II, el sexo extraconyugal era asunto soterrado, consentido, acallado en los periódicos. Pactado incluso entre los contrayentes. Pero a partir del triángulo amoroso de Carlos, Diana y Camila -que es el meollo de la cuarta temporada de “The Crown”-, ya nadie se afana mucho en disimular, y se airean los trapos sucios, y las sábanas manchadas, y los Windsor, retratados en la mendicidad del sexo, en la necesidad de encontrar a alguien que les escuche en el sosiego del postcoito, vuelven a ser seres humanos tan plebeyos y tan básicos como usted, y como yo.





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La locura del rey Jorge

 

🌟🌟🌟🌟

Termino de ver La locura del rey Jorge y saco al perrete a dar su último paseo por La Pedanía. Al fresco de la noche, mientras distingo los astros más notables en el cielo, voy dándole vueltas al tema de la escritura de hoy. Y ya casi desesperado, incapaz de encontrar un argumento al que agarrarme para completar el folio, me da por pensar cuán distintos eran estos reyes de la casa de Hannover que se navajean en la película, de estos otros de la casa de Windsor que ahora ocupan el trono de Inglaterra, y cuyas trapisondas me acompañaron durante el confinamiento en las tres temporadas de The Crown.

    Los últimos reyes y reinas de la casa de Windsor se han ido pasando el trono de Inglaterra como una patata caliente. Casi como si se sentaran sobre una silla eléctrica a punto de ser enchufada. Eduardo VIII prefirió el sexo con Wallis Simpson antes que permanecer en el cargo un solo día más. Su hermano Jorge VI, que tartamudeaba ante los micrófonos, y palidecía ante las muchedumbres, tuvo que coger el relevo con más cara de sufrimiento que de orgullo, y casi podría decirse que murió antes de tiempo por culpa del estrés. Su hija, Isabel II, a tenor de lo que cuentan en The Crown, tampoco brindó con champán, precisamente, cuando se descubrió reina de la noche a la mañana, demasiado joven y demasiado alejada de los entresijos. Y respecto a su hijo Carlos, el Príncipe Eterno de Gales, todos sabemos que él hubiera preferido ser cuarto o quinto hijo en la línea sucesoria, para dedicarse a la pintura, a la música, al teatro, a la beneficencia de los artistas.




    Sin embargo, sus antecesores en el trono, los Hannover, si hacemos caso de lo que cuentan en La locura del rey Jorge, eran unos yonquis auténticos del trono. Unos usurpadores hambrientos, cuando no estaban en él, y unos resistentes contra viento y marea, cuando tenían la chiripa de ocuparlo. Porque en aquellos tiempos sin partos en el hospital, y sin penicilina en las farmacias, de médicos que sólo eran matasanos o matarifes, era una pura chiripa estar allí sentado. Lo mismo podías ser rey coronado que infante en el cementerio. Eran tiempos terribles, muy poco longevos, lo mismo para las sangres rojas que para las sangres azules, y quizá por eso todo el mundo andaba con tantas prisas, y tantas ansias.

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The Crown. Temporada 3


🌟🌟🌟🌟🌟

La tercera temporada de “The Crown” empieza con una relación condenada al fracaso que al final termina bien. La primera vez que el primer ministro Harold Wilson visita el palacio de Buckingham, la reina Isabel le recibe con la antipatía que se merece un socialista que viene a tocarle un poco las narices. La reina, por supuesto, se siente más cómoda con los ministros conservadores, que no amenazan los presupuestos de la casa real, y además comparten su afición por los caballos, la caza del zorro y el whisky de malta en la sobremesa. Harold Wilson, además, llega al poder en plena crisis de los espías infiltrados -Kim Philby y su alegre pandilla-, y hay quien asegura que Wilson trabaja en secreto para los soviéticos, y que en dos meses Inglaterra va a convertirse en un satélite de Moscú, y que los Windsor van a ser desterrados a una isla del Pacífico -de la Commonwealth, eso sí- a picar piedra y a recoger cocos en la playa.

    Luego, con el transcurrir de las desgracias, la reina y Harold Wilson cultivarán una simpatía personal que al salir de las audiencias privadas tendrán que esconder ante los suyos, ella para no dar mal ejemplo, y él para no perder el voto de los obreros.



    A mitad de temporada, para poner el contrapunto, “The Crown” pasa a contarnos la historia de una relación condenada al éxito que al final termina en gritos y jaleos. La princesa Margarita y el conde de Snowdon  parecían ciertamente destinados a amarse, a follarse hasta perder la salud entre las sábanas de seda. A ser una sola carne dentro y fuera de los dormitorios reales, porque son dos seres idénticos: vividores y excesivos, guapetones y egocéntricos. Y quizá por eso, por ser idénticos, terminan por repelerse de muy malas maneras, como partículas de alta energía que cuando chocan no se funden, sino que rebotan produciendo mucho estruendo y muchas lamentaciones.

    La última relación extraña de la temporada es la que me une a mí con el príncipe de Gales. Tengo una amiga que cada vez que le hablo de “The Crown” me advierte: “De tanto ver a los Windsor, vas a terminar simpatizando con ellos”. No, jamás, le respondo. Mis cimientos republicanos son sólidos, y además, en treinta episodios, no he encontrado a nadie que despierte una simpatía personal. El exrey Eduardo VIII parecía un buen candidato, al principio, por libertino y poco dado a las formas. Pero al final resultó ser un nazi que simpatizaba con Hitler y quedó descartado. Sólo con el personaje del príncipe Carlos -insisto, con su personaje, que a saber cómo será el pájaro en libertad- he sentido el palpitar de una identificación personal. Su timidez, su torpeza, sus ganas de estar siempre en otro lado... Su afán de no figurar, y de volverse invisible, cuando figura. La certeza absoluta de llevar una vida equivocada pero ineludible, para la que no se tiene ni el carácter ni la ilusión.



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The Crown. Temporada 2

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La segunda temporada de The Crown no ha sido tan enjundiosa como la primera. O a lo peor soy yo, que de los atracones ando con dolor de cabeza, y con cierta desgana por los productos televisivos, y a lo mejor ha llegado la hora de dejar este hábito funesto -que me fumo hasta las colillas de la programación-, e ir dejando espacio para otras inquietudes culturales que tengo muy abandonadas, como leer el Marca para ver si fichamos por fin a Mbappé, o releer los cuentos clásicos de Mortadelo y Filemón, que nunca pasan de moda en la chapuza nacional.



    Pero creo, sinceramente, que con la segunda parte de The Crown estoy siendo objetivo con mi subjetividad, no sé si me explico... En la primera temporada estaban los Windsor con sus trapisondas, sus divorcios, sus coronas heredadas siempre con un gesto de fastidio: el tío Eduard porque no le dejaban follar, el rey Jorge porque no se veía con hechuras, y la pobre Isabel porque ella había nacido para cabalgar caballos, y no a un príncipe rubio con el que procrear herederos -que ya ves tú, es justo el cuento de hadas que se encontró Letizia Ortiz sin proponérselo, naciendo en Oviedo y estudiando para periodista... Pero además de los Windsor -tan entretenidos y tan ajenos- en la primera parte estaban los consejeros de la reina, y los inquilinos de Downing Street, y la serie era al mismo tiempo monárquica y parlamentaria, superficial y profunda, no sé si me explico otra vez… A uno le fascinan los monarcas por lo que tienen de gobernantes, de símbolos del poder, pero no como seres privilegiados que viven en una dimensión paralela, moradores en un Palacio de Invierno que siempre es una tentación asaltar en compañía de una masa famélica. Siempre en plan simbólico, claro.

    Y en esta segunda temporada, ay, desde que Anthony Eden deja una cagada de camello en el canal de Suez y dimite entre toses y vergüenzas, los políticos desaparecen de la escena, los Windsor se reparten los minutos desocupados, y aunque uno pone su sangre roja en ebullición, a ver si se torna azul y empatiza con sus desdichas, los esfuerzos al final resultan inútiles. Todo sigue siendo de lujo, y primoroso, en "The Crown", pero de los Windsor me importan poco sus fracasos amorosos, sus educaciones punitivas, sus sueños inconfesados de pirarse por la gatera de Buckingham Palace y ser espectadores corrientes y molientes de la serie que harían con gentes de distinto apellido en el trono. La familia Rodríguez, por ejemplo, la mía, que protagonizaría una serie incatalogable en el directorio que utiliza Netflix como guía.




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El discurso del Rey

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Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”,  pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…



    Me fundí con Isabel de Windsor en un afectuoso abrazo cuando ella, en plena gira por la Commonwealth, le confiesa a su médico personal que está hasta los ovarios de sonreír a las multitudes, pero que no tiene otro remedio, porque si deja de sonreír parece que está enfadada, así, de gesto natural, por la lotería del fenotipo, y que tal cosa, sin ser cierta, le genera no pocos malentendidos. Fue ahí, en ese momento, cuando una Windsor de Londres y un Rodríguez de León -que, no es por nada, pero Rodríguez de León tampoco suena nada mal- quedaron unidos en la incomprensión de quien nos toma por cascarrabias cuando serenamos el gesto y relajamos la quijada.

    Sin embargo, en El discurso del rey, apenas he tardado dos minutos en identificarme con su padre, el rey Jorge VI, que padecía una tartamudez arrastrada de la infancia, y que le impedía, en los discursos oficiales, y en los actos protocolarios, parecer un hombre preparado para el desempeño de su cargo. Lo del gesto de cascarrabias al no sonreír es una gilipollez comparada con esta incapacidad que te hace parecer medio tonto, o medio hervido, cuando en realidad sólo se trata de una palanca trabada por el miedo, o por la ansiedad. La padecí, la superé, pero como le sucedió al rey Jorge VI de Inglaterra, nunca se me fue del todo al hablar. Se da el pego, nada más. Es una de mis pesadillas recurrentes. Todavía hay veces que me despierto con una pppp…uta consonante atravesada en la garganta.  




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The Crown. Temporada 1

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Desde que mis conocidos saben que estoy viendo The Crown -porque me llaman para que les recomiende una ficción que entretenga su encierro y yo me pongo a darles la paliza con que si The Crown es cojonuda y no pueden perdérsela, y que vaya diálogos, y que vaya actuaciones, y que menuda producción a lo grande, y termino por aburrirles con mi entusiasmo que es casi pueril y enfermizo- recibo, decía, muchos mensajes que me dicen que voy a volverme monárquico de tanto alabar la serie, de tanto mirar por la mirilla de Buckingham Palace a ver qué se cuece en la familia de los Windsor. Me lo dicen, claro -ahí está el chiste- porque siempre he sido un republicano acérrimo, de los de bandera tricolor decorando la intimidad del hogar. Un recalcitrante que descorcha una botella de sidra cada vez que llega el 14 de abril para celebrar que otra España es posible, desborbonizada, que será más o menos la misma, no me engaño, pero sin ese residuo que nos hace menos modernos y más medievales.



    Me dicen los amigos que como siga con esta coronamanía me va a entrar un síndrome de Estocolmo que me va a romper los esquemas. O un síndrome de Londres, mejor dicho, porque de tanto vivir entre los Windsor voy a traspasar la frontera que separa al plebeyo del monarca, al populacho de Sus Altezas. Y que al final los voy a tomar por seres humanos igualicos que nosotros, cuando se desnudan ante el espejo. El riesgo existe, es cierto, porque sé de gentes férreas como yo que han visto la serie y se han quedado boquiabiertas, abducidas, y que luego escriben o te comentan.: “Si es que al final somos todos iguales, y aquí cada cuál lleva su pena, y su frustración, y su conflicto de lealtades…”.  Los Windsor como los Rodríguez, no te jode, o los Churchill como los García, hay que joderse, porque la serie no sólo va de los estropicios familiares de la casa de los Windsor, sino también de la alta política que todas las semanas pasa consulta con la reina, el señor Winstorn apoyado en un bastón y coronado por un bombín.

    Yo, de momento, tranquilizo a mis médicos y les digo que todavía no he notado los primeros síntomas de la conversión. Sólo ahora, que me tocaba escribir esta crítica, voy a confesar que he rematado con una lágrima el último episodio de la primera temporada, porque hay una declaración de amor de la princesa Margarita a su amado Peter que jolín, qué quieren que les diga, vale lo mismo para una princesa británica que para una poligonera de Orcasitas, o para una vecina de esta pedanía mía que ande con desamores Sólo ahí, en las cuitas del amor, me reconozco sensible e identificado con estos sangreazulados que si no pertenecen a otra especie, hacen todo lo posible por parecerlo.


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