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Succession. Temporada 4

 🌟🌟🌟🌟🌟


Hace dos años fue el Mandaloriano quitándose el casco ante Grogu; el año pasado, Saul Goodman y Kim Wexter fumándose un cigarrillo en la prisión. Todos los años tienen un momento seriéfilo que permanece en el recuerdo. Cuando ya no recordemos nuestro nombre ni el nombre de nuestros hijos, la mente, que es traicionera porque se queda con lo banal y olvida lo importante, seguirá recordando el final envenenado de “Succession”. Incluso desmemoriados, una mezcla de pena y asco por estos personajes seguirá revolviendo nuestras neuronas. 

Los revolucionarios franceses inventaron un calendario alejado de los santos y las santas -esos enajenados, y esas esquizofrénicas. Los sans-culottes llamaban a los días con los nombres de los frutos y de los pájaros, pero no dudo que en el siglo XXI hubieran instituido el Día de la Serie para celebrar que una ficción de nuestras vidas termina con un episodio redondo, y que gracias a ella nos hemos formado como personas, nos hemos entretenido como monos, y nos hemos informado de cómo viven las gentes ajenas a nuestra experiencia: en este caso, los hijos de puta -y las hijas de puto- que realmente dirigen las democracias tras la falsa cortina de las elecciones. Es decir: los que ponen la pasta, los que chantajean al presidente, los que controlan los telediarios, los que ponen a Ana Rosa Quintana -en Estados Unidos se llama Ann Rose Fith- para dirigir el voto de las amas de casa y los tontos del culo.

2023 ya será para siempre el año en que conocimos al sucesor (¿o sucesora?) de Logan Roy. Ha sido un parto larguísimo, pero todos los héroes de la antigüedad, y todas las semidiosas de las sagas, nacieron de partos complicados y atravesados. 2023 también será el año en el que se despedirá Miriam Maisel de nuestros televisores, y yo lloraré mi amor imposible por ella, tan lejos en la distancia y en el tiempo. Pero eso será dentro de unas semanas, cuando me reponga de este adiós que no será más que un hasta luego. “Succession” ha terminado, sí, pero la magia del píxel, del servidor remoto en el desierto, la tendrá siempre disponible para recuperarla.



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Steve Jobs

🌟🌟🌟🌟


Calias:  ¿Sabes, Licón, que eres el más rico de los hombres?

Licón:  ¡Por Zeus!, yo eso no lo sé.

Calias:  ¿Pero no te das cuenta de que no aceptarías los tesoros del gran Rey a cambio de tu hijo?

Licón:  ¡En flagrante me habéis cogido! Soy, al parecer, el más rico de los hombres.

    Esto lo contaba Jenofonte en “El banquete” de Sócrates, y como es un libro que he leído hace poco -porque si no de qué- lo he recordado mientras veía “Steve Jobs”. La idea central de la película es que Steve Jobs, al contrario que Licón, no tenía que elegir entre los tesoros del Gran Rey y el orgullo de ser padre porque él ya poseía ambas cosas, y podía hacerlas compatibles. Steve Wozniak le habría dicho, en su lenguaje de ingeniero, que ambos regalos de la vida no suponen un dilema binario. Que no son excluyentes. Que se puede ser el puto jefe en Cupertino y el padre molón en la intimidad. Un genio del progreso y un payasete que sopla la tarta de cumpleaños.

    Pero como tal cosa no sucede -porque Steve Jobs a veces sufre problemas de programación -aparece el drama personal, el desgarro emocional, y Sorkin aprovecha las aguas revueltas para hacer una obra de teatro cojonuda, estructurada en tres actos, y ambientada, precisamente, en los teatros donde Jobs presentaba sus ordenadores revolucionarios. Es allí, en el camerino, mientras Jobs memoriza las prestaciones y practica la sonrisa, donde sus esclavos le van recordando que el césar es mortal, y que sufre debilidades, y que tal vez debería recordar que los seres humanos que le quieren, o que le admiran, o los seres humanos en general, no son sistemas operativos que puedan arreglarse con un reset o con un par de voces al ingeniero.

    Estos esclavos, ya que están en la faena, también aprovechan para recordarle que el césar a veces se equivoca. Incluso en asuntos que no están relacionados con los sentimientos. Que el “campo de distorsión de la realidad de Steve Jobs” no es un invento sardónico de la prensa, sino un campo magnético impenetrable que le aísla de los demás. Mientras ellos se lo dicen, Steve se descojona.





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Succession. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟


Los Roy son inteligentes, monstruosos, divertidos, avariciosos. Son la familia de moda en la televisión y en las tertulias. Descienden directamente de los Colby, y de los Carrington, pero son más hijos de puta que todos aquellos juntos. Pero vamos: mucho más. Para empezar porque son más inteligentes, y más sofisticados. No son tan básicos ni tan venales. Los Roy son despóticos y crueles. Muy peligrosos. Son la escoria del mundo. La hez de la Tierra, aunque vivan a muchos metros de altura, en sus palacios de cristal. Ellos nunca pisan el suelo: siempre hay un monovolumen que les espera a la puerta del latrocinio, una limusina, un helicóptero, un jet privado... Un yate de la hostia, mucho más grande que el de Florentino Pérez. Los Roy sí que podrían fichar a Mbappé, o a Haaland, o a los dos a la vez, pero luego no sabrían qué hacer con ellos. Así de irónica es la vida.

Si es verdad lo que se dice en los evangelios, mucho tendrá que encogerse el camello, o que ensancharse el ojo de la aguja, para que los Roy puedan entrar en el Reino de los Cielos. No tienen alma, ni escrúpulos, ni nada que se le parezca. Son tragicómicos, pero te hielan la sonrisa cuando hablan. No respetan ni a su padre ni a su madre. Y viceversa... Primero la pasta y luego el beso. Se odian con cordialidad. Son personajes de Shakespeare trasladados a Nueva York, pero personajes de los chungos, de los poco recomendables: navajeros con maletín, y corsarios con corbata. Asesinos silenciosos. Traficantes de esclavos. Sociópatas que toman vinos con Isabel Díaz Ayuso cuando pasan por Madrid. Los Roy se parten de risa cuando la presidenta hace chiribitas con los ojos. Son unos cabronazos redomados. Y la hija, Shiv, aunque esté muy buena, una cabronaza redomada... Y luego está esa otra, la de las gafas, que no es de la familia, pero que es otra arpía sin entrañas.

Esta gentuza es la enemiga del proletariado. Mi enemiga. Son esclavistas, racistas, supremacistas... Indestructibles. Son viciosos, rijosos, antojadizos, vengativos... Implacables. Me entretienen, y me fascinan. Pero les odio. Les deseo lo peor, aunque no sirva de nada. A ellos y a sus trasuntos de la realidad.




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Succession. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟


El apellido es el destino, y no tiene remedio. Da igual que corras, que reniegues, que sueñes con provenir de otra familia... El apellido es como la sombra, como el careto. En “Léolo”, Léo Lauzon fantaseaba con no ser hijo de su padre, que era el portador de la demencia, y para ello llegó a imaginar que su madre se había caído sobre el esperma de otro hombre apellido Lozone, en Sicilia, para fecundarla con otro destino que no fuera la locura y el manicomio. Y no lo consiguió, claro, porque el apellido forma parte de ti, y viaja contigo a todos los lados. Y aquí, en España, viajamos con dos, a diferencia de los anglosajones. Así que fíjate...

Desconozco si el apellido se puede cambiar en el registro civil, como hizo Homer Simpson cuando se rebautizó como Max Power. Lo mismo soñaba, en otro episodio, su hija Lisa Simpson, cuando comprendió que el apellido Simpson era una condena de por vida. Si todo está en los libros (como decía aquella sintonía) todo está, también, en Los Simpson... Pero ya digo que no hay remedio: ni para Homer, ni para Lisa, ni para nadie. Ni para el pobre Léolo. Ni para mí... El apellido es mucho más que una sucesión de letras, que una etiqueta genealógica. El apellido son los genes, y los genes -al menos de momento- no se pueden extirpar en una mesa de operaciones, o en un blanqueamiento administrativo. Hay que apechugar.

Succession, en realidad, despojada de las hojas exteriores, de los insectos voraces y los pulgones parasitarios, es una lechuga habitada por un solo hombre, Kendall Roy, que es el único Roy que desearía no apellidarse como su padre. Kendall tiene una hermana arpía, un hermano psicópata y un hermano tonto del culo. El gen de los Roy, dependiendo del cruzamiento, provoca daños irreparables en el feto. Pero en el caso de Kendall algo se torció en la embriogénesis, y al nacer se encontró con unos escrúpulos en el estómago que le hacen dudar, y recelar, y le vuelven medio humano a nuestros ojos. Medio humano, he dicho... Kendall preferiría no tener esas excrecencias morales, como los demás. Pero los escrúpulos, como el apellido, tampoco se pueden extirpar.  



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Succession. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Hace años, en Mallorca, la familia Rodríguez se coló en un club de golf para ver cómo vivían los ricos, que son esos ladrones que viven del sobreprecio de las cosas y de la plusvalía de nuestro esfuerzo. En León hay ricachones, pero no ricos de verdad, como estos indeseables que salen en “Succession”, y sentíamos curiosidad por conocerlos en su hábitat natural. Corría el rumor de que allí, hasta las ocho de la tarde, podías tomarte una caña sin ser discriminado por tu origen plebeyo. Si guardabas unas mínimas normas de urbanidad -que nosotros manejábamos con cierta soltura- podías sentarte en su terraza para disfrutar de las vistas privilegiadas de la bahía, y del verde inmaculado de los greenes. Del aire purificado que se respira donde no hay pobres pegando voces o dando por el culo.

    El rumor era cierto: aparcamos nuestro Ford Fiesta en el rincón más alejado del parking y nos adentramos en las instalaciones sin que nadie nos detuviera. Los ricos que nos topábamos iban a lo suyo, con sus palos de golf, sus polos Lacoste, sus gafas de sol, y nadie nos dijo ni media palabra ni llamó al segurata. Ya sentados, una camarera guapísima -de origen escandinavo como poco- nos atendió con exquisita cortesía sin cuestionar nuestra evidente desubicación. Nuestras ropas del Carrefour resaltaban como cardos en un campo de rosas, pero las cañas estaban cojonudas, y sólo costaban veinte céntimos más que en el bareto de la esquina  A nuestro lado, los ricos resudaban tras patearse los dieciocho hoyos del campo, pero era un sudor muy distinto al nuestro: una cosa casi floral, sin amoníaco, ecológica y natural. En la terraza del club se respiraba… dinero. Y bienestar. La mansedumbre de quien tiene las espaldas cubiertas y el futuro asegurado.

    Antes de ser expulsados del Paraíso Terrenal, pasamos dos horas deseando que aquel estatus social alquilado no terminara jamás. Rezando para que no apareciera nadie de nuestra clase social jodiendo la marrana, ahora que éramos ricos por un rato, y queríamos disfrutarlo con tranquilidad. Dos horas más allí sentados y nos hubiéramos convertido en esos cabronazos de “Succession”. Daba hasta miedo.










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Fragmentos de una mujer

🌟🌟🌟


Sí, lo confieso: he visto Fragmentos de una mujer porque la actriz principal era Vanessa Kirby. Con otra mujer me lo hubiera pensado dos veces, porque las críticas venían tibias, no deprimentes, no lacerantes, pero tampoco entusiastas en plan ¡la película del año!, y no se la pierdan, y cosas así. Pero es que Vanessa es mucha Vanessa, aunque tenga un nombre tan desprestigiado en nuestros arrabales, que no sé por qué, la verdad, porque es un nombre bien bonito, con reminiscencias a helado de vainilla, a tarta contesa, a lencería fina -o tal vez soy yo, que me dejo llevar- con esa doble ss tan sensual que si la pusiéramos en mayúsculas ya sería asunto terrible y para nada divertido.

Vanessa Kirby era la princesa Margarita en The Crown, y del mismo modo que Yahvé perdonó a Sodoma porque halló un hombre justo en la ciudad, el dios de los republicanos nunca incendiará Buckingham Palace porque ella, Margarita, Vanessa, cada vez que salía en pantalla parecía un sueño de hombre hecho mujer, y de sangre azul además, y una actriz de talento descomunal, capaz de mirarte con un ojo y derretirte de deseo mientras con el otro, a lágrima viva, lloraba al coronel Townsend y te rompía el alma justo al lado del corazón.

Fragmentos de una mujer empieza como empezó, qué se yo, Salvad al soldado Ryan, a sangre y fuego. No te acabas de acomodar en el sofá y ya estás inmerso en el fregado, en el drama que nunca quisieras vivir. La primera media hora es absorbente. Te corta el aliento. Tardas -al menos yo- quince minutos en reconocer a Shia LaBeouf tras la barba de hípster bostoniano. En realidad, aunque estoy escribiendo todo esto medio en broma, el asunto del parto en casa es muy serio, muy dramático. Quedas tocado para el resto de la película. El problema es precisamente ése: el resto de la película. La trama de la mujer que recoge los fragmentos. Si no fuera porque Vanessa Kirby lo llena todo, se me escaparían los bostezos y las miradas al reloj. Al final, todos los matrimonios se descomponen de un modo parecido. Nada nuevo bajo el sol, ni bajo las camas.




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Predestination

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Para perpetuar las especies, los primeros seres vivos de la Tierra utilizaban la estrategia del autorreplicamiento para soslayar los equívocos del amor y sus quebraderos de cabeza. Los protozoos, en una especie de masturbación del núcleo celular, se dividían en tipos idénticos que garantizaban la continuidad de la especie, y se ahorraban tener que cortejar a la protozoa que vivía en la roca vecina: comprarle flores, invitarla al cine, a cenar, insinuar la última copa en el apartamento, antes de fusionar las membranas y mezclar los citoplasmas, que es como se echaban los polvos primigenios.

    Los antiguos protozoos, que fueron los verdaderos habitantes del Paraíso Terrenal, se copiaban a sí mismos en las tardes aburridas del domingo, cuando ya no tenían otra cosa que hacer, y con dos cocciones del ADN producían colegas idénticos con los que se iban de cañas y jugaban la pachanga del fútbol. Era un mundo sin complicaciones, básicamente feliz, pero evolutivamente desastroso. Sin la variedad genética que produce el sexo, cualquier virus, cualquier cambio en el ecosistema, arrasa poblaciones enteras de clones. Si cae el primer individuo, cae el último. Y así, tras varias extinciones que casi terminaron con la vida en el planeta, los protozoos decidieron que había llegado la hora de mezclar sus genes. De emparejarse con las enigmáticas protozoas para que las descendencias salieran variopintas y armadas con diferentes arsenales bioquímicos.

    Para que la vida siguiera, hubo que inventar el amor. Y el amor siempre es conflictivo y trabajoso, porque hay que amar, por definición, a otra persona, y no siempre se coincide en lo fundamental. Ni siquiera los hermanos gemelos tienen el consuelo de una coincidencia plena, de un amor sin espinas, porque siempre hay pequeñas mutaciones que los distinguen, leves erosiones del medio ambiente que los separan. Los únicos que pueden amarse a sí mismos de verdad, en quimérica comunión, son los viajeros del tiempo. Los que se reencuentran consigo mismos en una paradoja temporal y quedan enamorados de su imagen especular, como Narciso el de los griegos. O enamorados de su otro yo, pero cambiado de sexo, que también tiene su morbo -¡la hostia de morbo!-, y su reflexión filosófica.

    De todo esto, y de alguna cosa más, va Predestination.




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