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Los pobres, como los ricos, necesitamos comer todos los días. Es un imperativo biológico que algunos capitalistas consideran una manía o un capricho de consentidos. Nos querrían desnutridos, sí, con las energías justas para mover la maquinaria y nada más. Pero ahora, por culpa de ese rojo de Karl Marx, los gobiernos civilizados cuentan las calorías y montan un pitote si no se alcanzan unos mínimos humanitarios.
(Cuando los economistas modernos afirman que ya no existen las clases sociales -o que, si existen, están superadas por la concordia nacional- se deben de referir a eso: a que ricos y pobres no comemos lo mismo pero sí almacenamos más o menos las mismas calorías, aunque las nuestras sigan siendo de mucha peor calidad).
Fue precisamente un discípulo de Marx el que dijo que la diferencia entre un pobre y un rico es que el pobre tiene que buscarse la vida y el rico se la encuentra por ahí. Un rico, por ejemplo, a excepción de los campeones del Tour de Francia, jamás ha tenido que ganarse el pan montado en una bicicleta. Los pobres, sin embargo, han vuelto a dar pedaladas como hacían hace ochenta años los italianos de la posguerra. Es el ciclo de la vida. El eterno retorno de las ruedas. Entre el Souleymane que reparte comida por las calles de París y el Antonio que pega carteles de Rita Hayworth por las calles de Roma no hay ninguna diferencia. Los dos necesitan la bicicleta como otros necesitan un marcapasos: un artículo esencial para sobrevivir. Un objeto de lujo.
Ahora mismo hay cientos de Antonios como el de la película rodando por la ciudad, llevando paquetes urgentísimos y pizzas calentitas. Van a toda hostia por obligaciones del servicio y además andan temerosos de que les manguen la bici cuando aparcan. Porque la otra gran diferencia entre los ricos y los pobres es que los ricos se roban entre ellos pero se unen como legionarios cuando lo necesitan, mientras que los pobres -porque en cierto modo nos lo merecemos- siempre somos unos lobos para el pobre.
