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Los celos

🌟🌟🌟

Donde hay amor, hay celos. Y quien diga que ama sin sentir celos miente. O no ama.  Un amor que no teme perder a su amante es un medio amor, o es una nada. Un pasar el rato, un divertirse. Un saltar de flor en flor.

Pero los celos, para que el amor no enferme de suspicacia -lo cantaba Elvis Presley en “Suspicious mind”- tienen que viajar muy diluidos en la sangre. Yo diría que en un porcentaje parecido al de los oligoelementos, que son esos minerales imprescindibles para vivir pero que apenas tienen peso en el organismo. Moléculas que vienen y van cargándonos de energía, pero livianas y casi indetectables. Así deberían de ser los celos: necesarios, pero solo cognoscibles en un laboratorio. O en una visita al psicólogo de confianza. Los celos deberían ser un leve temblor en la tripa y ya está; una radiación cósmica de fondo. Un leve incordio, pero también un recordatorio de que seguimos enamorados y cabalgando en la madrugada.

Los celos, cuando se desatan, son una reacción química de alta energía que siempre termina con la explosión de Chernóbil. Un fallo en el sistema de refrigeración hace que los neutrones se desacoplen, choquen con otros núcleos y liberen una nube de energía incontenible que levanta la tapa de la cabeza. Es un mecanismo que puesto en marcha ya no tiene remedio tecnológico. No al menos en el siglo XXI. Quizá nuestros bisnietos ya sean capaces de curarlo todo con una pastilla.

Luego, lo curioso, es que esta película titulada “Los celos” no va de celos en realidad, sino de realidades palmarias. De cuernos dolorosos y prominentes. Louis es un hombre despreciable que se acuesta con cualquier mujer que se cruza por su vida, y Claudia, que lo sabe, porque él tampoco disimula demasiado, sufre en silencio sus traiciones. Pero esto, ya digo, no son celos, sino constataciones. Un manipulador y una víctima. Y para más inri, una realidad habitacional que tampoco ayuda demasiado. Una buhardilla sin luz y con humedades. Quizá una metáfora de su relación.





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Amante por un día

🌟🌟🌟🌟


Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia, que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a quienes hacen escolásticas con el lenguaje.

Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto. Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias. A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.

Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película- es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce el terremoto.





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La sombra de las mujeres

🌟🌟🌟🌟

No sé por qué la película se titula “La sombra de las mujeres” porque aquí se engañan por igual hombres y mujeres. El adulterio como deporte nacional al norte de los Pirineos. El aduleterio omo en las películas de Rohmer que estoy siguiendo en paralelo. De hecho, es como si Philippe Garrel hubiera cogido su testigo para ahondar en los mismos quebraderos de cabeza. Había un personaje en la película que le era fiel a su pareja y decidieron suprimirlo en el montaje definitivo porque desentonaba con el paisaje.

Puestos a pensar mal, uno diría que el título tiene una intención misógina. Como si fuera el adulterio de la mujer el que ensombrece la relación, y no el adulterio de su compañero, que tanto monta y monta tanto. Y vaya que si montan, estos dos picaflores, estos dos pecadores de la pradera parisina. Si aún creyéramos en el cielo y en el infierno, diríamos que los Campos Elíseos son el único cielo que van a pisar a lo largo de su vida. Etimológicamente hablando claro. Pero ya sabemos que el bien y el mal no existen: que nos guía el conflicto de intereses, y que ese entrechocar no tiene castigo divino ni perdón en la oración. Solo nos queda la honestidad como refugio.

La gran pregunta que sobrevuela la película es: ¿puede una pareja sobrevivir a una infidelidad? Y más aún: ¿puede sobrevivir a una infidelidad mutua? Y no se vayan todavía, porque aún hay más: ¿puede sobrevivir a una infidelidad mutua sostenida en el tiempo? El tono de la narración dice que sí, pero tengo por seguro que ninguna pareja sobrevive incólume a estos estropicios. De esa batalla -cuando se vuelve- se vuelve con una cicatriz que atraviesa el rostro de lado a lado. Ya no miras igual, ni te miran igual. O vuelves sin un miembro, perdido en el combate. Tras la escabechina, los amantes más puristas prefieren no darse una segunda oportunidad. Otros, en cambio, por múltiples razones que van desde la obsesión sexual hasta la soledad inconsolable, deciden perdonar y perseverar. La otra gran pregunta es si eso supone el triunfo del amor o su traición definitiva.




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El nacimiento del amor

🌟🌟

Los franceses -al menos los que salen en las películas- tienen la curiosa costumbre de filosofar sobre el amor después de consumarlo. En esa filmografía tan particular, las parejas se conocen, se desfogan los instintos, y después, en el cigarrillo poscoital, o mientras se asean los bajos en el bidé, se preguntan por el sentido último del acto carnal: su impacto existencial en el devenir de sus biografías. Montan unas tertulias que a veces ocupan películas completas, sólo interrumpidas por un nuevo polvo, o por una visita rápida a la cafetería, para reponer fuerzas con unos cruasáns o con unas baguetes recién sacadas del horno.

    Por lo que voy descubriendo, el amor es el monotema en las películas de Philippe Garrel, que son francesas a más no poder, casi de ver la torre Eiffel a todas horas por la ventana. La anterior, Amante por un día, era una película muy corta en duración, pero muy grande en complejidad: el retrato agridulce de los amores juveniles en los tiempos universitarios. Así que me animé, y repetí, y guiado por las críticas fui a dar con esta otra más antigua, El nacimiento del amor, que además tenía un título muy sugerente, casi como un manual para reconocer los primeros síntomas de la enfermedad.

     Pero esta nueva reflexión erótica de Philippe Garrel es aburrida, por pedante, y también por incomprensible. Paul es un hombre casado que no soporta la vida en el hogar, y menos ahora, con un nuevo bebé que no para de berrear. Cuando a Paul le da el punto, o le entra la excitación, da unas voces a su mujer, un empujón a su hijo mayor, y se lanza a las calles a curarse la neurosis con una nueva gachí. Paul es un impresentable a punto de entrar en la cincuentena, fondón, narigudo, que peina sus escasos cabellos de una manera estrafalaria. Pero el tipo, para sorpresa del espectador, se acuesta con mujeres bellísimas, más jóvenes que él, a las que cuenta sus domésticos pesares en las melancolías que suceden al orgasmo. Ellas le afean su adulterio, pero al mismo tiempo le entregan sus cuerpos derretidos. 

    El espectador -al menos éste que suscribe- lo flipa en colores, aunque la película sea en blanco y negro. Eentre el asco que le produce el personaje, lo tontas que son sus amantes, lo plasta que es su único amigo, y la cursilería afrancesada que subraya todos los diálogos, uno se ha ido diluyendo en cuestiones personales que apenas venían a cuento de la trama.





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Amante por un día

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A la universidad no se va sólo a estudiar. Eso se ha convertido casi en un asunto secundario. Tal vez era lo principal en los tiempos fundacionales, en el Renacimiento y tal, cuando los bachilleres iban a estudiar latín y teología, y las mujeres se quedaban en casa removiendo los potajes. Pero ahora, en los tiempos modernos, con la esperanza de vida creciente, y el paro que acecha tras los títulos, y los muchachos y las muchachas que se cruzan alegremente en los senderos del campus, ya no hay ninguna prisa por aprobar las asignaturas. Para sacarse una carrera ahora hay tiempo de sobra, vida de sobra. Da lo mismo tardar cinco que siete años, mientras la economía familiar no se tambalee, o uno se descubra con treinta años haciendo ya un poco el ridículo entre tanta juventud. Pero hasta entonces, mientras el cuerpo aguante, y el dinero alcance, a la universidad se va, principalmente, a follar. Porque el aprendizaje sexual, como el aprendizaje del lenguaje, tiene una ventana de desarrollo, un tiempo óptimo para aprender la técnica, desarrollar la autoestima, cultivar las preferencias... Un tiempo de gozo máximo, en la salud intocada del cuerpo.

    Y mientras salta la liebre, y se concretan las miradas, la juventud se entretiene en los billares, en los pubs, en los botellones del parque semioscuro. Los nativos de la ciudad y los venidos de fuera confraternizan en los pisos de estudiantes con la excusa de que hay unas asignaturas que cursar, y un futuro que ganarse. El campus universitario es una gran casa de citas donde las parejas se conocen y se intercambian, y lo otro -las aulas, las bibliotecas, los laboratorios- sólo está puesto para disimular. Incluso hay catedráticos que aprovechan esta primavera sexual para escabullirse un poco de su triste otoño, y reverdecer viejos laureles con alumnas de muy buen ver, arrobadas ante la sabiduría que emana de sus canas.

    De todo esto va Amante por un día, pequeña, incisiva, muy estimable película. Franceses que hablan sobre el amor y luego lo practican. Los maestros consumados, en ambas artes. 





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