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Las parejas abiertas no funcionan. Y no lo digo por experiencia,
que conste, porque yo soy muy clásico para estas cosas. Muy conservador. Me
gusta que mi pareja sea eso, mía, aunque ahora los adjetivos posesivos estén tan
mal vistos. Tampoco pongo reparos a que yo sea su pareja. Son modos de hablar
que nada tienen que ver con la dominación o con los derechos adquiridos. Sirven
para resumir la situación ante el oyente o ante el lector, nada más. El mismo
pensamiento medieval domina a quienes se creen poseedores de su pareja que a
quienes hacen escolásticas con el lenguaje.
Las parejas abiertas que uno ha conocido en la vida
real –tampoco muchas, la verdad, porque no soy hombre de mundo- siempre han
terminado en trifulca y en lloros envenenados. Es ponerse a prueba a lo tonto.
Hubo un momento en que ellos y ellas se creyeron muy guays y avanzados, casi
exploradores del futuro, cuando lo cierto es que la biología tira para abajo
con toda la fuerza de la gravedad. La biología derriba los castillos en el aire
y pincha los globos de colorines. Es difícil superarla, al menos en provincias.
A mí me da que estas cosas funcionan mejor en las grandes capitales, no sé por
qué: hay más anonimato, más distancias, es todo más impersonal. Por aquí todo
el mundo se conoce, No hay nadie que no sea amigo de, o vecino de, o cuñada
de... Es una red de visillos que todo lo controla y todo lo emponzoña.
Mi teoría -que encuentra su refrendo en esta película-
es que las relaciones abiertas, aunque se formulen en París, solo funcionan
mientras que los ojos no ven y los corazones no se enteran. Tú te acuestas, yo
me acuesto, pero prefiero no saber nada del lado desconocido del cuadrilátero. La
ignorancia, en estos acuerdos, es el límite que impone la biología para aceptar
la infidelidad. Cuando el fantasma se hace presencia –en forma de olor, o
carne, o foto encontrada- los celos resquebrajan la tierra firme y se produce
el terremoto.
No
sé por qué la película se titula “La sombra de las mujeres” porque aquí se engañan
por igual hombres y mujeres. El adulterio como deporte nacional al norte de los
Pirineos. El aduleterio omo en las películas de
Rohmer que estoy siguiendo en paralelo. De hecho, es como si Philippe Garrel hubiera
cogido su testigo para ahondar en los mismos quebraderos de cabeza. Había un personaje en la película que le era fiel
a su pareja y decidieron suprimirlo en el montaje definitivo porque desentonaba
con el paisaje.
Puestos
a pensar mal, uno diría que el título tiene una intención misógina. Como si
fuera el adulterio de la mujer el que ensombrece la relación, y no el adulterio
de su compañero, que tanto monta y monta tanto. Y vaya que si montan, estos dos
picaflores, estos dos pecadores de la pradera parisina. Si aún creyéramos en el
cielo y en el infierno, diríamos que los Campos Elíseos son el único cielo que van
a pisar a lo largo de su vida. Etimológicamente hablando claro. Pero ya sabemos que el
bien y el mal no existen: que nos guía el conflicto de intereses, y que ese
entrechocar no tiene castigo divino ni perdón en la oración. Solo nos queda la honestidad
como refugio.
La gran pregunta que sobrevuela la película es: ¿puede una pareja sobrevivir a una infidelidad? Y más aún: ¿puede sobrevivir a una infidelidad mutua? Y no se vayan todavía, porque aún hay más: ¿puede sobrevivir a una infidelidad mutua sostenida en el tiempo? El tono de la narración dice que sí, pero tengo por seguro que ninguna pareja sobrevive incólume a estos estropicios. De esa batalla -cuando se vuelve- se vuelve con una cicatriz que atraviesa el rostro de lado a lado. Ya no miras igual, ni te miran igual. O vuelves sin un miembro, perdido en el combate. Tras la escabechina, los amantes más puristas prefieren no darse una segunda oportunidad. Otros, en cambio, por múltiples razones que van desde la obsesión sexual hasta la soledad inconsolable, deciden perdonar y perseverar. La otra gran pregunta es si eso supone el triunfo del amor o su traición definitiva.