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Indiana Jones y el dial del destino

🌟🌟🌟🌟


Reunidos en sus despachos, los ejecutivos de Hollywood tomaron una decisión salomónica y en la quinta entrega nos partieron a Indiana Jones por la mitad. La cosa estaba entre dar placer a los veteranos y ofrecer carnaza a la chavalada. Apostar por la aventura clásica o crear otro videojuego con palomitas. Una decisión complicada, porque optar por un público significaba perder al otro en la taquilla, y los chalets de Beverly Hills necesitan muchos jayeres para seguir luciendo su esplendor. 

Si el juicio se hubiera celebrado en vista pública, con los afectados presentes como en el relato de la Biblia, tengo por seguro que nosotros, los veteranos, representados por gente muy juiciosa con canas en las sienes, hubiésemos preferido que Indiana Jones se quedara a vivir con los adolescentes. Que les dieran la quinta entrega por entero, para disfrute de su desconexión neuronal, y renunciar a Indy para saberlo al menos vivo. Total: tenemos las otras cuatro películas para nosotros, y no necesitamos el Dial del Destino para verlas cuando nos pete. Nos basta con una conexión a internet, o con un reproductor de Blu-ray, un aparato en vías de convertirse en otra reliquia más de las ruinas de Siracusa. 

Nosotros, los viejunos, somos los padres verdaderos de Indiana Jones -como aquella mujer era la madre verdadera del chaval- y hubiéramos preferido no verlo a verlo desangrado de esta manera. Las nuevas generaciones, en cambio -los Y, los Z, los millennials, la madre que los parió- hubieran dicho que nada, que a partirlo por la mitad, como al final hicieron los ejecutivos para tenerlos contentos y sentarlos en las butacas: una hora y media de CGI mareante para ellos, y para nosotros las migajas de cuatro apuntes históricos, tres conversaciones sobre el paso del tiempo y dos homenajes lacrimógenos a los orígenes de la saga, para que salgamos del cine entre contentos y llorosos. Cuarenta y dos años, ay, separan del Arca Perdida de la Anticitera de Arquímedes, que son los mismos que separan nuestra adolescencia de nuestro próximo ingreso en la jubilación.

(En realidad eran tres estrellas las que puse en la calificación, y no cuatro. La última es mi lagrimita de despedida).






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Fleabag. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟

Las buenas comedias nunca son comedias del todo. Por debajo de los chistes, sus personajes arrastran un drama de fondo, una tara que los hace vulnerables y humanos, no simples payasos que nos sirven de diversión. En las series que yo digo siempre nos reímos “con”, y nunca nos reímos “de”. Frasier era la historia de dos hermanos neuróticos con serios problemas de adaptación; Seinfeld, la amistad de cuatro adultos con una edad mental de catorce años; La maravillosa Sra. Maisel, el desgarro de una mujer abandonada que trata de encontrar su nuevo rumbo; Veep, el relato escalofriante de una pandilla de imbéciles gobernando la Casa Blanca; Dos hombres y medio, la desventura de un mujeriego compulsivo que nunca va a encontrar el amor verdadero; Los Simpson, el diario de una familia disfuncional que en la vida real nadie aguantaría sin volverse loco... Quiero decir que la comedia, por la comedia, se queda en tontería y en gag, y no deja poso en el recuerdo, ni carátulas en nuestra videoteca. Ni espacio favorito, en el disco duro. Las comedias que finalmente nos pertenecen son un puñado, un ramillete escogido y siempre particular, y Fleabag, a este paso, si se redondea en una tercera temporada que seguro que está por venir, va a formar parte de esas conversaciones de bar, o de blog, en las que yo me convierto en paladín de una serie, y en evangelista de su ocurrencia.



    Fleabag es una comedia ácida y transgresora. Te ríes, o te descojonas, con las peripecias de su protagonista, la propia Fleabag, que trata de entenderse con su hermana, de aceptar a su madrastra, de salvar su negocio sin clientes. Pero que, por encima de todo, trata de encontrar el amor verdadero acostándose con uno y luego con otro, en una serie de catastróficas desdichas como aquellas que decían en el otro título. Fleabag sonríe al espectador cada cierto tiempo para romper la cuarta pared y establecer con él un vínculo especial. Lanza guiños, sonrisas, gestos de asombro… Pero en esta segunda temporada sus sonrisas son a medias, a medio descongelar, ensombrecidas de tristeza, porque Fleabag empieza a sospechar que el sexo no es el camino hacia el amor, sino su sustituto, un producto dietético que produce aún más vacío en el estómago. Más inseguridad y más miedo. El amor, que nunca llega; la estabilidad, que siempre se escapa; el sueño, que siempre se difumina.


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Fleabag. Temporada 1

🌟🌟🌟

Raquel busca su sitio es una serie viejuna que yo veía de vez en cuando porque Leonor Watling lucía en ella el esplendor de su juventud. El hechizo duraba hasta que los programadores ponían la primera ristra de anuncios y yo sintonizaba otra vez el partido de fútbol, o la película del Canal +, interruptus perdido en el amor. 

    La señorita Fleabag -que ya pertenece a otra generación de personajes, y también a otra camada de espectadores- acaba de cumplir treinta años y también busca su sitio en los asuntos afectivos y en las junglas laborales. Pero sus empeños chocan con la realidad de una ciudad hostil, y de unos hombres mentecatos. Y, por encima de todo, con su propio carácter vitriólico y exigente. Fleabag -nos ha jodido- quiere conocer al hombre perfecto, educado y guapo, cultivado y sexualmente infatigable, pero empieza a comprender que los hombres así escasean, y que sólo un viento muy afortunado depositará al prínicpe en su dormitorio.

     Fleabag es una señorita de muy buen ver, ocurrente y sexy, jovial y puñetera, y no le faltan hombres para ir probando los goces de la vida. Pero empieza a preguntarse si cada nueva conquista es un motivo de orgullo o la constatación de un nuevo fracaso. Le gustaría bajar un peldaño, o dos, en sus exigencias de mujer independiente y valiosa, pero aún no está preparada para hacer ese menoscabo en su orgullo. ¿Qué imperfección del rostro, del carácter, del desempeño sexual, estaría dispuesta a tolerar para conocer por fin al hombre de su vida? Y no solo eso: ¿qué defectos, qué aristas, que manías de su propia personalidad, o de su propio cuerpo, estaría dispuesta a poner sobre la mesa de negociaciones? ¿Dónde termina el orgullo y dónde empieza la conformidad? Es un convenio jodido, muy íntimo, de muchas horas de debate, que la señorita Fleabag airea ante los espectadores interpelándoles directamente con la mirada, rompiendo eso que en los manuales llaman la cuarta pared, bufando de fastidio cuando un hombre mete la pata y se borra sin saberlo de la lista de candidatos.
(El día a día de todos nosotros, en las apps del amor)  




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