1917
Ripley
🌟🌟🌟🌟🌟
Hace unos meses, al poco de estrenarse “Ripley”, arribó el barco pirata a La Pedanía con un cofre que contenía sus episodios. Pero yo entonces estaba empachado de ficciones y me preguntaba, además, qué sentido tenía otra versión de Tom Ripley en las pantallas. Para los cinéfilos de mi generación ya existía un Tom Ripley canónico, insustituible, que fue aquel Matt Damon con cara de no haber roto nunca un plato. Como mucho algún himen, y puede que un par de culos alegres. Así que desdeñé el género y me decanté por otras ficciones que no dejaron más huella que estos escritos tontos que fosilizan al instante.
Pero uno escucha los podcasts, y lee las revistas, y capta las confidencias, y “Ripley”, incluso después del verano que todo lo derrite, seguía muy vivo en las conversaciones. El otro día regresó el barco pirata y ya no tuve dudas de descargar su mercancía. Me picaba la curiosidad. Los fotogramas en blanco y negro de Andrew Scott prometían una maldad nueva y reconcentrada. Ese actor tiene algo muy torvo en la mirada... Ya nunca podremos leer un relato de Sherlock Holmes sin imaginarnos a otro Moriarty que no sea él.
Tom Ripley, en origen, era un tipo indescifrable y muy distinto: joven, con sex-appeal, capaz de hacer dudar a los hombres y de torcer voluntades en las mujeres. Andrew Scott, en cambio, ha perdido pelo y ya no le quedan muchos años para entrar en la aplicación de Ourtime. Estaba claro que su Ripley iba a ser muy diferente del concebido por Patricia Highsmith: uno al que se le venir de lejos y ni aun así puedes esquivarlo. También hay malvados así, magnéticos por pura maldad, irresistibles porque te puede la curiosidad y desmantelas las defensas.
Ahora que he terminado de ver “Ripley” ya puedo afirmar que es la serie del año. La temporada final de “Succession” ya tiene sucesora. Eso sí: en “Ripley” siempre pierden los millonarios. Tom Ripley se los va cargando por el camino. Es otro método para ascender en la escala social, aunque no para redistribuir la riqueza: apropiarse de sus identidades. Suplantarlos como vainas extraterrestres que duermen bajo sus camas. No sé qué hubiera pensado el camarada Lenin de todo esto.
Desconocidos
🌟🌟🌟
En los Maristas tuvimos un compañero de clase que también perdió a sus padres con 12 años, y en un accidente de automóvil. como el protagonista de “Desconocidos”. Sucedió en la famosa curva de la N-630 donde luego se mató un médico muy afamado de León. Y no fueron los únicos: la curva tenía un apodo muy tétrico que ahora mismo no recuerdo. Siempre había flores frescas en la cuneta a modo de homenaje. No sé si en Inglaterra también tienen esa costumbre que te pone los huevos de corbata cuando pasas en bicicleta.
El nombre de mi compañero tampoco lo recuerdo. Es mentira que con la edad recuerdes con más claridad los tiempos escolares. El chaval era bajito, rubio, atildado, con una voz apenas arrugada por las hormonas. Es como si el trauma le hubiera aplazado el desarrollo. Se fue a la universidad como si nunca hubiera pasado por el bachillerato. No jugaba a ningún deporte, no participaba en conversaciones obscenas, no se metía con los curas cuando conseguíamos una distancia de seguridad. Pero tampoco parecía un prosélito de los cristianos, un futuro marista que ya hubieran captado los ojeadores, siempre a la caza de voluntades débiles y de culitos apretados. Nuestro compañero, simplemente, era rarito, amable, muy poco comunicativo.
Me he pasado todo la película tratando de rescatar su nombre... Me viene Luis, pero no era Luis. Hacía, no sé, treinta y tantos años que no me detenía en su recuerdo. Pero es como si “Desconocidos” narrara un poco su vida de después. Porque, además, estábamos convencidos de que X era gay, o algo gay, “con tendencias”, como decíamos entonces. Eran otros tiempos, sí, pero no tan hirientes como se dice por ahí. Es verdad que usábamos un lenguaje inadecuado, pero por dentro nos daba todo igual. Leyendo “El Jueves” y viendo películas aprendimos, sin que nadie nos enseñara, que allá cada cual con su verga y con sus predilecciones de frotamiento. Es verdad que usábamos mucho la palabra “maricón”, en plan rastrero y ofensivo, pero sólo si el tipo nos caía muy mal. Y éste no era el caso.
Spectre
🌟🌟🌟
En realidad me importan una mierda las películas de James
Bond. Para mí, James Bond es Roger Moore a ritmo de Duran Duran, Roger Moore
contra Tiburón, Roger Moore ligándose a Octopussy y a otras damiselas de la escena internaiconal. (Octopussy, por cierto, aunque pudiera parecerlo por el nombre, no era
una mujer con ocho vaginas que devoraban a los hombres, sino una mujer muy
bella que solo tenía una vagina, como todas las demás, salvo la Virgen María, aunque
eso sí: ardiente y seductora como ninguna).
Para mí James Bond es el Cine Pasaje, la infancia, la
tontería de las pistolas de juguete. Yo veía sus películas en la pantalla
gigantesca del cine, rodeado de amigos, a los que invitaba porque aquello era
mi casa, mi feudo, como un millonario de las películas, pero solo de las
películas. Cuando se estrenaba “la de James Bond”, yo dejaba de ser el repelente
de los sobresalientes y el exaltado de los partidillos para ser Álvaro Rodríguez
de nuevo, my best friend de toda la vida, que por cierto, no sé si puede venir
también Fulano Pérez, el de 5ºA, qué tal te llevas con él... Fueron buenos
tiempos. Los mejores.
Se fue Roger Moore, llegó Timothy Dalton, y para mí se acabó
el mito del doble cero y de las tías en semibolas. Las películas de James Bond
han ido cayendo una detrás de otra, no lo voy a negar, pero siempre a
destiempo, a desgana, más como un homenaje a mi infancia que como una necesidad
de la cinefilia. Son todas iguales. Con Daniel Craig nos prometieron hombres
frágiles y amores verdaderos, pero James sigue siendo tan duro como una piedra,
y tan follarín como toda la vida. Una excitación, sí, pero un muermo para el
espectador.
Mientras vería “Spectre” no dejaba de pensar en una película
que no tiene nada que ver con James Bond. Es “El protegido”, la de Shyamalan,
porque en ella se explicaba que si uno se lleva todas las hostias y sobrevive, hay
alguien que se lleva todas las hostias y se fractura. Es el equilibrio
universal. Del mismo modo -pensaba yo-, para que alguien viva tantas aventuras como
James Bond y folle tanto como él, tiene que haber otro hombre que vea sus
películas los viernes por la noche, en el sofá, sin nada mejor que hacer.
Fleabag. Temporada 2
Las buenas comedias nunca son comedias del todo. Por debajo de los chistes, sus personajes arrastran un drama de fondo, una tara que los hace vulnerables y humanos, no simples payasos que nos sirven de diversión. En las series que yo digo siempre nos reímos “con”, y nunca nos reímos “de”. Frasier era la historia de dos hermanos neuróticos con serios problemas de adaptación; Seinfeld, la amistad de cuatro adultos con una edad mental de catorce años; La maravillosa Sra. Maisel, el desgarro de una mujer abandonada que trata de encontrar su nuevo rumbo; Veep, el relato escalofriante de una pandilla de imbéciles gobernando la Casa Blanca; Dos hombres y medio, la desventura de un mujeriego compulsivo que nunca va a encontrar el amor verdadero; Los Simpson, el diario de una familia disfuncional que en la vida real nadie aguantaría sin volverse loco... Quiero decir que la comedia, por la comedia, se queda en tontería y en gag, y no deja poso en el recuerdo, ni carátulas en nuestra videoteca. Ni espacio favorito, en el disco duro. Las comedias que finalmente nos pertenecen son un puñado, un ramillete escogido y siempre particular, y Fleabag, a este paso, si se redondea en una tercera temporada que seguro que está por venir, va a formar parte de esas conversaciones de bar, o de blog, en las que yo me convierto en paladín de una serie, y en evangelista de su ocurrencia.
Black Mirror: Añicos
La culpa no es del Cha cha chá, como cantaban los Gabinete Caligari, sino de nosotros mismos, que vamos bolingas perdidos, allá en la arena del night club, y nos ponemos a bailar... La culpa de nuestro despiste, de nuestro ir por el mundo con la mirada pendiente de un teléfono, no es del propio teléfono, ni de la app que le insufla vida, sino de nosotros, los usuarios no idiotizados, sino idiotas de por sí, tarados de fábrica, que no estamos a otras cosas: al canto de las pájaros, al trajín de la ciudad, a la escucha sosegada de una música en los auriculares. El problema es que no somos felices, que no soportamos los pensamientos. Que tres minutos de desconexión digital son como tres minutos en un infierno de cacofonía mental, y por eso sacamos el aparato compulsivamente: a chatear, a ligotear, a conocer la última información sobre nuestro estatus. Es nuestro aburrimiento, nuestro desasosiego, nuestro puto ego, el que hace que crucemos la calle sin mirar, que nos choquemos con los viandantes, que esquivemos por los pelos la farola o la papelera.