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Indiana Jones y el dial del destino

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Reunidos en sus despachos, los ejecutivos de Hollywood tomaron una decisión salomónica y en la quinta entrega nos partieron a Indiana Jones por la mitad. La cosa estaba entre dar placer a los veteranos y ofrecer carnaza a la chavalada. Apostar por la aventura clásica o crear otro videojuego con palomitas. Una decisión complicada, porque optar por un público significaba perder al otro en la taquilla, y los chalets de Beverly Hills necesitan muchos jayeres para seguir luciendo su esplendor. 

Si el juicio se hubiera celebrado en vista pública, con los afectados presentes como en el relato de la Biblia, tengo por seguro que nosotros, los veteranos, representados por gente muy juiciosa con canas en las sienes, hubiésemos preferido que Indiana Jones se quedara a vivir con los adolescentes. Que les dieran la quinta entrega por entero, para disfrute de su desconexión neuronal, y renunciar a Indy para saberlo al menos vivo. Total: tenemos las otras cuatro películas para nosotros, y no necesitamos el Dial del Destino para verlas cuando nos pete. Nos basta con una conexión a internet, o con un reproductor de Blu-ray, un aparato en vías de convertirse en otra reliquia más de las ruinas de Siracusa. 

Nosotros, los viejunos, somos los padres verdaderos de Indiana Jones -como aquella mujer era la madre verdadera del chaval- y hubiéramos preferido no verlo a verlo desangrado de esta manera. Las nuevas generaciones, en cambio -los Y, los Z, los millennials, la madre que los parió- hubieran dicho que nada, que a partirlo por la mitad, como al final hicieron los ejecutivos para tenerlos contentos y sentarlos en las butacas: una hora y media de CGI mareante para ellos, y para nosotros las migajas de cuatro apuntes históricos, tres conversaciones sobre el paso del tiempo y dos homenajes lacrimógenos a los orígenes de la saga, para que salgamos del cine entre contentos y llorosos. Cuarenta y dos años, ay, separan del Arca Perdida de la Anticitera de Arquímedes, que son los mismos que separan nuestra adolescencia de nuestro próximo ingreso en la jubilación.

(En realidad eran tres estrellas las que puse en la calificación, y no cuatro. La última es mi lagrimita de despedida).






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A la caza

🌟🌟🌟

La primera vez que escuché la palabra “cruising” -que es el título original de e película- fue en “La vida moderna”, aquel programa de radio que conducían Broncano, Ignatius y Quequé, y que luego se deshizo en parte por las censuras y en parte por las derivas personales. 

Cruising quiere decir, por aproximación, “hacérselo en el parque”, o “montárselo en los baños de la estación”. No tiene un equivalente obvio en el idioma de Cervantes. Para insultar y para describir una borrachera no existe un idioma más rico que el nuestro, pero en lo que importa de verdad, que es el progreso tecnológico y la satisfacción de lo sexual, nos quedamos siempre cortos o hablando en perífrasis. Supongo que todo esto viene de la Contrarreforma, que le concedió importancia nula a la ciencia y proscribió cualquier práctica sexual que no fuera heteromisionera, y además dentro de los plazos estipulados.

Hablando de curas, supongo que hubo alguno que en 1980 vio “A la caza” y consideró que el serial killer al que persigue Pacino era un ángel justiciero enviado por el Señor para purgar a los homosexuales. Puede que ese mismo cura luego le metiera mano -y cosas peores- al monaguillo de la parroquia, pero de estas incongruencias las hay a miles en las interpretaciones doctrinales. 

En “A la caza”, los métodos de Yahvé son sanguinolentos, salvajes, muy propios del Antiguo Testamento. Podría haber incendiado los barrios nefandos de Nueva York como hizo con Sodoma, pero en Sodoma todo el mundo estaba en el ajo y aquí un incendio se hubiera llevado por delante a gente inocente que solo servía copas en el garito o recogía los preservativos para el Servicio de Basuras. Así que Yahvé se decantó por un asesino de cuchillo en ristre y vozarrón en la garganta, que también es un recurso muy bíblico.

El otro día contaban en la radio que muchos de los extras que aquí se besan y se tocan en los bares de ambiente murieron a causa del SIDA no muchos años después. Para estos locos de los púlpitos, el virus fue un refinamiento vengador que se acomodaba mejor a la política del Nuevo Testamento. 





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Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

🌟🌟🌟🌟

La acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal transcurre en 1957. Mientras Indiana y su hijo dan botes por el Perú de los incas, a este lado del charco, con otra fanfarria distinta a la de John Williams (la espera inolvidable de la conexión a Eurovisión), el Real Madrid gana su segunda Copa de Europa. La segunda consecutiva. Luego vendría otras tres, también consecutivas, para conformar cinco años de reinado en Europa que ya son mito y recurso de tertulia. Pero que dan mucho que pensar.

La leyenda blanca habla de un lustro tiránico, napoleónico, donde nunca se ponía el sol en nuestros dominios. Vendavales blancos, como de nieve, o de ángeles, donde el Madrid marcaba goles por designio divino, porque así venía escrito en las profecías y así se había de cumplir en el evangelio. El Santiago Bernabéu era un trozo del Paraíso Terrenal que alguien -quizá el mismísimo Indiana Jones- había traído de Mesopotamia para que allí creciera nuestra leyenda.

Pero luego vas a la crónica detallada, al libro de memorias, y resulta que algunas eliminatorias se ganaron de chichinabo: porque de pronto nevó, o se conjuraron los postes, o el rival sufrió una desgracia inverosímil... No los árbitros, por supuesto, porque Franco en Zúrich pintaba lo mismo que yo, no sé, en la Moncloa, pero sí una especie de conjura histórica, inexorable. Miles de flores minúsculas que quizá crecían en el culo de los entrenadores.

El Madrid era la hostia, por supuesto, y yo soy el primero que reivindica su gloria y su legado. Pero no dejo de pensar que allí había una fuerza sobrenatural que luego nos abandonó. No el Arca de la Alianza, que yacía en un hangar, ni las piedras de Sankara, que a saber dónde están, ni el cáliz de la Última Cena, que aquella buenorra no pudo rescatar... En esta última película, cuando Indy y su troupe llegan a la cámara de los extraterrestres, me pongo a contar las calaveras y sólo falta una, la que ellos mismos acarrean. Así que el misterio de aquellos cinco años inexplicados y sobrenaturales quizá requiera de una quinta entrega. Indiana Jones y el brazo incorrupto de Santa Teresa, a lo mejor.



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En busca del arca perdida

🌟🌟🌟🌟🌟


Si hacemos caso de lo que nos cuenta Steven Spielberg -y para mí es como si hablara el mismísimo Jesucristo, uno con películas y otro con parábolas- el Arca de la Alianza lleva 85 años guardada en un almacén del gobierno de Estados Unidos, en un hangar kilométrico que marea la mirada.

Desconozco si a veces pasan los agentes federales para quitarle el polvo y emplearla como bazooka en alguna guerra colonialista. Recordemos, como dice el personaje de Denholm Elliott, que cualquier ejército que avanzara con el Arca sería invencible y dominaría el mundo... Pero creo que no. A los americanos, en todo este tiempo, desde que Indiana Jones les consiguiera la reliquia dejándose la piel, les ha ido muy bien en algunas guerras y muy mal en otras, y no creo, por ejemplo, que los marines hubieran salido corriendo de Afganistán si hubiesen tenido el Arca para destaparla y hala, a tomar por el culo los talibanes, derritiéndolos con cuatro rayos subatómicos.

Lo más seguro es que ya nadie sepa en qué caja está el Arca de la Alianza. Ya sabemos cómo son los funcionarios, que lo traspapelan todo, y los cambios de gobierno, que hacen mucha limpieza de documentos. Y es una pena, la verdad, porque el Arca, empleada para hacer el bien, podría salvarnos el pellejo en muchas batallas trascendentales. En manos de los pobres podría ser el arma definitiva de la revolución, y en manos de los verdes, el arma definitiva para detener al cambio climático. Los poderes del Arca son la hostia, como ya sabemos.

Pero Dios, como decía mi abuela, es de derechas, y no creo que al final permitiera tales usos demoníacos. Así que yo, en mi humildad, en la segunda división de los sueños, le pediría a Florentino Pérez que hiciera un esfuerzo, uno de pirata trajeado, y que se trajera el Arca de contrabando como hacen ellos, los americanos, con el oro de nuestros galeones. Aprovechando que seguimos de obras, enterraríamos el Arca bajo el césped del Santiago Bernabéu y volveríamos a ser el equipo invencible y rutilante de hace unos años, de blanco esplendoroso, como de ángeles que bailan, y no de peleles enclenques que son batidos por el viento.



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Shoot the moon

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Mi inconsciente -al que he bautizado Freud Jr. en homenaje al abuelo Sigmund- ha vuelto a hacerme de las suyas con la descarga de una película. Ante Shoot the moon yo ya tenía el estómago lleno, la luz apagada, las piernas estiradas, los cascos ajustados, el teléfono en silencio... Una naranja amarilla y muy ácida puesta al alcance de la mano por si me entraba la gusa a media película. Y Eddie ya dormitando en su esquinita, también cagado y meado, antes del toque de queda. Ni una gana tenía yo de levantarme en las dos horas que iba a durar Shoot the moon, esta película olvidada de Alan Parker que citaban el otro día en la revista de cine con mucha reverencia, y que yo ni pajolera idea, la verdad.

    Pero empieza la película -que tenía en un USB enchufado al televisor- y descubro, para mi fastidio, y casi para mi berrinche, que el subtítulo que Freud Jr. ha bajado para seguir estos desamores no está en castellano, sino en el mismo inglés que hablan los personajes, como si esto fuera una película de Speak Up para gente que de verdad domina el idioma, y no como yo, que soy un fulano de “nivel medio” que casi no se entera de nada. ¿Aplazar la película para otro día? Ni de coña. ¿Levantarme para buscar otra cosa en la estantería? Ni hablar. No quiero mover ni un músculo en el sofá. Además, tengo el capricho obtuso de ver esta película hoy mismo, sin tardanza, más bien para quitármela de encima, porque presiento que su historia me va a hacer daño, y que va a rozar una pequeña llaga que todavía escuece en la tripa. En el “diodenar”, que diría Chiquito de la Calzada.

    Deduzco que Freud Jr. ha bajado este subtítulo  para disuadirme del empeño, maniobrando a mis espaldas para cuidarme como un ángel laborioso y metepatas. Pero una vez descubierto su truco, decido no hacerle caso, y me lanzo al subtítulo en inglés como un suicida, como un tipo de “nivel alto”, confiado en que lo que no entienda por vía oral lo entenderé por vía escrita, y si no, lo adivinaré en los gestos de estos dos intérpretes prodigiosos, Albert Finney y Diane Keaton, que bordan el drama desgarrador de dos personas que ya no se quieren y sin embargo no pueden dejar de quererse.





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