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Seven

🌟🌟🌟🌟🌟

Cuando se estrenó “Seven”, en 1995, yo estaba obsesionado con los pechos de R. Una lujuria de campeonato, de Primera División de los pecados capitales. John Doe me podría haber elegido perfectamente como cordero sacrificial. 

Pero que no se me entienda mal: detrás de aquellos pechos -pluscuamperfectos en una esfericidad que yo adivinaba bajo las blusas, porque así, mondos y lirondos, nunca los llegué a ver- vivía una chica simpática y risueña, con un punto excéntrico que hubiera sido el contrapunto exacto a mi timidez. R. era del sur y ceceaba mucho al hablar, y yo me partía el culo con sus chorradas y con sus equívocos. Ahora que lo recuerdo, R. quizá bebía un poco demasiado. 

Pero a mí me daba igual. R. no era ni guapa ni fea: simplemente no podías apartar la mirada cuando te hablaba. Era del Barça a muerte, pero eso no impedía mi loco deseo por ella. Es más, lo acrecentaba, porque yo era el único del grupo que poseía la llave mágica del Canal +, así que los domingos ella se autoinvitaba a mi salón para ver los partidos descodificados de su Pep, el Guardiola, por el que bebía los vientos futbolísticos y sexuales. 

Venía sola porque a nadie más le gustaba el fútbol en aquella pandilla de progres y pre-marujas, y se sentaba a mi lado en el sofá para cantar los goles a favor -dando voces como una bendita pirada- o lamentar los que caían en contra -echándose sobre mi hombro para fingir que lloraba. Quizá nunca entendió que yo estaba enamorado porque jamás tuve una erección en su presencia. De joven, mi autodominio era casi de yogui, o de monje con cilicio. 

Un día me propuso ir a ver “Seven” al cine porque sola -me dijo- se iba a cagar por la pata abajo. Por entonces yo ya tenía claro que R. sólo quería ser mi amiga y nada más. Ella se acostaba con hombres que eran la antítesis de mi persona: morlacos musculados, de mentes simples, con penes me imagino que caballunos... Aun así, antes de apagarse las luces del cine, yo miré sus pechos de soslayo un par de veces. Eran tan... prometedores. Pero luego cayó la oscuridad y durante dos horas, ni aun teniéndolos a treinta centímetros de distancia, volvía a acordarme de ellos. Una puta obra maestra, “Seven”.





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La chaqueta metálica

🌟🌟🌟🌟


Recuerdo, como una puñalada en el alma, que fue José María Aznar -el famoso “Ánsar” que hablaba en americano impostado y ponía los pies sobre la mesa- el tipejo que finalmente nos quitó el servicio militar. Supongo que lo haría por razones económicas, a él que tanto le iban las marchas militares y que lo mismo se apuntaba a matar moros en Asia que a invadir la isla de Perejil para que los generales tuvieran un entretenimiento y le pegaran cuatro tiros a las gaviotas. Manda cojones que la mili -la puta mili que dibujaba Ivá en “El Jueves”- tuviera que retirarla un tipo con la camisa nueva que Ana Botella le bordaba en rojo, y ayer. Él, manda cojones, él, el hombre con la sonrisa de hiena y el bigote de fascista, y no nuestros queridos muchachos del socialismo, siempre más pendientes de pegar pelotazos y de inaugurar fastos modernizantes. 

Aquel gesto de Ánsar fue una victoria, pero también una vergüenza para el sector no beligerante de este país: la España pacifista, ilustrada, que veía aquella instrucción con los sargentos chusqueros como una estupidez propia de los tiempos medievales. Un servicio a la patria -la patria de los curas, claro, de los terratenientes, de los banqueros, de los altos ejecutivos del IBEX 35- que te partía la vida por la mitad y además te rebajaba como persona. Que te hacía descender de la categoría de hombre a simio de la selva “nasío pa’ matá”. 

Yo, por fortuna, me libré de todo aquello. Primero porque pedí prórrogas de estudio y luego porque me hice objetor de conciencia. No tenía otro remedio. Enfrentado al salto de potro, a la escalada de cuerdas, a la limpieza exhaustiva de mi Cetme de combate, yo hubiera sido la versión española del recluta Patoso. Primero por naturaleza, y luego porque si me gritan, si me achuchan, ya no soy persona. Je suis el recluta Patoso y entiendo su turbación.

Al final, cuando ya me tocaba servir de bibliotecario en la Universidad, me llegó una carta diciendo que me daban por liberado. Por inútil total, incluso para desempeñar un servicio a la comunidad. Fue un aguijón en mi autoestima, pero una suerte del copón. Nunca tuve que sufrir a ningún héroe de pacotilla gritándome al oído, ni cagándose en mi madre.



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Arde Mississippi

🌟🌟🌟🌟


Ay, la maldita manía de hacer chistes con los títulos de las películas... Sobre todo si son películas como “Arde Mississippi”, tan poco proclives a la gracia y al chascarrillo. Es cierto que el humor es tragedia más tiempo -como decía el personaje de Alan Alda en otra película- pero cómo hacerlo aquí, sabiendo que todo sigue más o menos como estaba: la segregación racial -aunque ahora solapada-, y el asesinato impune, y la mentalidad medieval de los supremacistas. “Arde Mississippi” es una película de 1988, cuenta un hecho acontecido en 1964, y ahora que estamos en 2020, ya casi en 2021, los telediarios que vienen de América siguen contando más o menos las mismas cosas. Ha pasado el tiempo, sí, pero no ha transcurrido el tiempo humorístico que pedía el personaje de Alan Alda. Habría que hilar muy fino, ser todo un profesional de la comedia, y ni aun así.

    Ahora, por supuesto, con “Arde Mississippi”, no se me ocurriría hacer aquella gracia de “aquí lo único que arde es mi pispís”, que dijo un amigo mío al salir del cine, cogiéndose los cataplines en lo que ahora llamaríamos un manspreading en toda regla, arqueando las piernas y ocupando el espacio público como un vaquero del Far West que acabara de salir del saloon. Nos reímos mucho, sí, con la tontería testicular, porque éramos adolescentes algo gamberros que íbamos, eso, ardiendo, en el León provinciano donde a los dieciséis años sólo ligaban Maroto y el de la moto. Pero tampoco éramos gilipollas, que conste: sabíamos perfectamente lo que habíamos visto en “Arde Mississippi”. De hecho, habíamos ido a ver la película, que ya era algo que hablaba muy bien de nosotros, en aquel páramo de la cultura y de la concienciación. Un gesto que delataba nuestra cinefilia, y nuestro compromiso con las cosas, aunque luego las hormonas nos traicionaran por el bien de la comedia. 

    Sabíamos de sobra  lo trascendente y lo repulsivo que era todo aquello. La carcajada nos vino de puta madre para quitarnos la impresión que llevábamos encima.





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