Algo pasa con Mary
Las brujas de Eastwick
🌟🌟🌟
Los hombres atractivos no necesitan tirarse el rollo. No padecen fealdades que haya que compensar con la poesía o con el sentido del humor. La oratoria, por ejemplo, no saben ni lo que es. Pueden conseguir a la mujer que desean sin apenas abrir la boca: sólo para pedir un gintonic o para besar bajo la lluvia.
Somos nosotros, los
pobres diablos como Daryl Van Horne, los que
necesitamos darle a la sin hueso para crear un hechizo que dure las horas
suficientes. My kingdom for a chance. En ese sentido, los feos del mundo tenemos algo de brujos, de
diablillos que enredan y siempre hacen un poco de trampa. Luego hay clases, claro, como en todo: tipos que dominan el arte de la nigromancia y cenutrios que no
sabemos sacar ni una paloma del sombrero.
Pero si el diabólico Daryl Van Horne
es un merluzo, las tres brujas de Eastwick tampoco salen muy bien paradas de la
función. El apego instantáneo que sienten por Daryl no tiene su origen en
ningún hechizo verbal ni en ningún enredo de polvos mágicos. Se acuestan con
él, simplemente, porque tiene dinero, porque se ha comprado la mejor
casa del pueblo y goza de recursos ilimitados para satisfacer desde
un capricho culinario hasta el más barroco de los deseos. Si eres un tipo muy
feo, pero con pasta, ten por seguro que algunas mujeres como Michelle Pfeiffer se arrimarán a ti por razones ajenas a tu belleza interior y a tu riqueza
espiritual.
Dicho todo esto, “Las
brujas de Eastwick”, como película, es una suprema gilipollez. Impropia
de un artesano como George Miller, aunque él, claro, ganaría una pasta gansa con la bobada. La
película sirve, como mucho, para recordar los mecanismos básicos del
emparejamiento humano. Es casi un "National Geographic" pasado por el
tamiz de una ficción diabólica.
Yo, yo mismo e Irene
El callejón de las almas perdidas
🌟🌟🌟
“El callejón de las almas
perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que
transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero
hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta
que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo
mientras caminamos.
Se me ocurren un par de
directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y
deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale
trastabillada o desenamorada de los locales...
Uno de esos directores, por cierto, también es mexicano, González Iñárritu, que
cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande. Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no
transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra
manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su
sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero
soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro
sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.
Lo que viene a contar “El
callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la
América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio
a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la
hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento
para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine
familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo
machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el
argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El
palito y el caramelo.
Hoy, por ejemplo, ha
regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...
Cómo sobrevivir en un mundo material
🌟🌟
Cómo sobrevivir en un mundo material es un título engañoso,
falsamente dualista. Porque el mundo sólo es materia, y el espíritu sólo es
materia que sueña con no serlo. El carbono y el hidrógeno, los muy tunantes,
que aspiran a trascenderse en el éter... Una pamplina metafísica. Miseria de
protones que sueñan con vivir por encima de sus posibilidades. Afirmar que el
mundo es material es como afirmar que la piedra es pétrea, o que la carne es
cárnica. No hay más cera que la que arde, vino a decir el abuelo Karl de Tréveris.
Marx nos enseñó la verdad indudable del materialismo dialéctico: la vida es
materia, y la materia es cognoscible, asunto científico. Y todo lo demás -la
fantasía, lo inmaterial, el mundo platónico de las ideas- sólo es el pedo que
nos tiramos para hacer un poco de terapia. Necesario, ma non troppo. No era
exactamente así, ya lo sé, pero yo me entiendo.
Supongo que lo quieren decir los distribuidores españoles
-porque el título original, Kajillionaire, no va por los derroteros de
la filosofía- es que vivimos en un mundo “materialista”, en la acepción de
superficial y rastrero, de interesado y bursátil. Una selva capitalista de
todos contra todos, y sálvese quien pueda. La mar salada de los tiburones y las
pescadillas: los ricos, que nos devoran, y los pobres, que nos devoramos a
nosotros mismos, mordiéndonos la cola. Si van por ahí los tiros, entonces sí,
el título tiene cierta lógica, porque la película cuenta las tribulaciones de
la familia Jenkins para sobrevivir en el mundo hipercalórico y ultraegoísta de California. Unos estafadores profesionales
que en vez de emprenderla con el ricachón se aprovechan del incauto, o del
despistado. Qué lejos queda de California el bosque de Nottingham.,..
Lo que no tiene perdón de Dios -de la idea de Dios, mejor
dicho- es que la materia más hermosa del Universo, Evan Rachel Wood, la única
conformación molecular que podría aspirar a ser inmaterial y divina, aparezca
en la película con unas greñas densísimas, materiales a tope, que enmascaran su
belleza sobrenatural. ¿Para qué? ¿Para aspirar a ganar un Oscar? Evan Rachel
Wood está más allá de estos materialismos.
El hombre que nunca estuvo allí
Estaría bien, cuando escriba mi autobiografía, llamar a este largo período vivido en La Pedanía “El hombre que nunca estuvo allí”. Como Billy Bob Thornton en el pueblo de California, que tambièn fue vecino del pueblo sin estar nunca en realidad, fumando sus cigarrillos mientras veía la vida pasar, y a las gentes parlotear.
Bone Tomahawk
Desde que hace veinte años le internaran en urgencias y le diagnosticaran una muerte inmediata, el género del western se ha vuelto un abuelete sanísimo que hace cien flexiones todas las mañanas, compra bolsas de naranjas en el supermercado y estampa las fichas de dominó con una fortaleza que a mí me rompería los veintisiete huesos de la mano. El western está hecho un chaval y no tiene pinta de morirse a corto plazo, para lamento de sus herederos. Cuando Clint Eastwood, en un último intento por salvarlo, rodó Sin Perdón y le salió una obra maestra como la copa de un pino, le insufló nueva vida en los pulmones, y en el hospital ya nunca hubo que usar la máquina que hace ping, ni la que hace pong, como aquella que trasteaban los enfermeros locos en El sentido de la vida.
Happythankyoumoreplease
Happythankyoumoreplease es una película simpática, buenrrollista, de diálogos ingeniosos que a veces me provocan la sonrisa. Pero es una película que en realidad no me interesa gran cosa. Va de treintañeros muy talentosos y de treintañeras muy guapas que toman decisiones trascendentes mientras se revuelcan en las sábanas, dan largos paseos por las aceras y toman cervezas en los pubs acogedores de Manhattan. Como en una película de Woody Allen, en efecto.
The visitor
Son tantas ya, las películas, y tantas, las noticias, que a veces la realidad se cruza con la ficción y ambas se anudan, y se persiguen, y uno ya no sabe si está viendo la película que escogió o el telediario que todavía no ha terminado.
Olive Kitteridge
Amor y letras
"Nadie se siente como un adulto. Es el secreto más sucio del mundo". En esta sentencia del personaje de Richard Jenkins se resume la idea central de Amor y letras, la segunda película de Josh Radnor, jovenzuelo de verbo suelto y diálogos chisposos, al que le falta la mala uva de Woody Allen y le sobra el empalago de sus amoríos tontorrones.
Uno, desde su sofá ya recalentado por la primavera, entiende de sobra al personaje de Richard Jenkins, porque padece su misma tara mental, su misma incapacidad de madurar. Yo, en concreto, me quedé en los veintidós años, y miro el mundo a través de esas gafas deformadas y falaces. Me veo en el espejo y no reconozco al cuarentón de mirada hosca y gesto resignado. "Hay un tipo dentro del espejo, que me mira con cara de conejo", cantaban Los Ilegales. Si aparto la mirada y me olvido del tipo, vuelvo a ser el chico de veintipocos años que a veces acertaba de cojones y a veces -la mayoría- metía la pata hasta el corvejón. Aún hoy voto lo mismo, pienso lo mismo, odio lo mismo... Ninguna madurez ha venido a cambiar mis esquemas mentales. Quizá la madurez consista precisamente en no cambiarlos... Hay opiniones. El resto de mi facha es disimulo y apariencia. Apenas me recubre una fina capa de colores oxidados. Si rascas con el dedo, descubrirás que dentro sigue viviendo un chaval de mirada corta y pasiones irreductibles. En Amor y letras aseguran que todos los adultos somos así: un disimulo permanente de madurez. Una pelea de pollitos disfrazados de gallos.
Mátalos suavemente
Brad Pitt es el asesino a sueldo que en Mátalos suavemente ha ido matando, suavemente, a los ladrones de poca monta y a los estafadores de cuarta categoría. Richard Jenkins es el abogado de la mafia que lo ha contratado, y que en la última escena, sentado frente a él en la barra del bar, negocia la paga que le debe. Por encima de ellos, en el televisor, Obama pronuncia un grandilocuente discurso sobre que América es un pueblo de ciudadanos unidos, una comunidad que avanza hacia el futuro en abrazo conmovedor y bla, bla, bla... Brad Pitt corta la conversación de los dineros y se dirige al televisor como si hablara con Obama: