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The Wire. Temporada 2

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La vida está llena de carteles prohibitivos. Algunos son razonables y otros meros caprichos del mandamás. Algunos nos los tomamos en serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al prohibido entrar sin mascarilla, llevamos años recorriendo una exposición apabullante de arte simbólico, de semiótica amenazante. Cruzando la acera, en el otro pabellón, hay una exposición de lenguaje permisivo -permitido esto, y tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.

Uno de los carteles que más me jode la vida es ese de “Prohibido el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la entrada al trasiego de las mercancías, cuando en verano me acerco a los mares. A mí lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus grúas gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes, verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo sería feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruzándome con marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me facilitan la vida vienen de ahí, de un contenedor pintado de azul, o de rojo, que surcó los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ahí vino este ordenador en el que escribo, la tele donde veo las películas, posiblemente el sofá, los pimientos del Perú, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro, el flexo de la mesita, la antena parabólica que capta mi felicidad... Los DVD y los pinchos de memoria.

Y también, cómo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas, los coches de lujo, que son el intríngulis de la segunda temporada de “The Wire”. Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien cordeles que jamás se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada de nadie, o casi nada: sólo el oficio de los profesionales, que dan el callo en todo momento: los policías, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.



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Happythankyoumoreplease

🌟🌟🌟

Happythankyoumoreplease es una película simpática, buenrrollista, de diálogos ingeniosos que a veces me provocan la sonrisa. Pero es una película que en realidad no me interesa gran cosa. Va de treintañeros muy talentosos y de treintañeras muy guapas que toman decisiones trascendentes mientras se revuelcan en las sábanas, dan largos paseos por las aceras y toman cervezas en los pubs acogedores de Manhattan. Como en una película de Woody Allen, en efecto. 

    Josh Radnor, guionista y director del invento, se ve que es un admirador del maestro. Y es muy estimable, su esfuerzo, y muy valorable, su película. Pero su mensaje me llega muy tarde, y desde muy lejos. Qué tiene uno que ver con Nueva York, y con los jóvenes seductores que allí viven, yo que vivo en la otra punta de la geografía, y en la otra orilla de la edad, y de la apostura. Qué tiene uno en común con las anglosajonas tan hermosas y tan rubias, o tan pelirrojas. En Happythankyoumoreplease reconozco el paisaje urbano de Nueva York, y el paisanaje humano de sus habitantes, pero el universo vital me resbala por la piel, patina por mis meninges, y siento que todo lo que cuenta no me alude, ni me pertenece, en una ósmosis clausurada de mi empatía.

    He vuelto a ver esta película del título insólito sólo porque me tocaba mucho los cojones no recordar nada de su historia, cuando no hace ni cuatro años que la vi en los canales de pago. He regresado a Happythankyoumoreplease para conocer el alcance exacto de mi desmemoria, como en un test psiquiátrico que yo mismo me aplico. Y los resultados han sido preocupantes. La película de Josh Radnor se me había evaporado del recuerdo como si nunca hubiera existido, y sólo la sonrisa de Kate Mara, y la cara de Zoe Kazan, porque soy un romántico incorregible, permanecían indemnes en el despropósito. Los únicos soldados en pie, entre los restos de la matanza.



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