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Crash

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En Los Ángeles la gente se conoce chocando con sus coches. Es una cosa cultural y muy llamativa. Allí es imposible conocerse en las aceras, topando como seres civilizados que desparraman los folios o enredan a los perros por las correas, porque nadie en realidad camina por la ciudad. Las aceras sólo existen para acceder a los inmuebles. Es más: si vas en autobús la gente se ríe de ti, y si vas caminando, te para la policía para saber si eres un agente comunista o un subversivo que contamina el medio ambiente con la goma de tus suelas. 

Es por eso -porque todas sus historias empiezan con un coche accidentado- que la película de Paul Haggis se titula “Crash” -hostiazo, en castellano- como también se titulaba “Crash” aquella otra de David Cronenberg en la que un grupo de tarados chocaban adrede y de manera frontal para excitarse sexualmente entre los hierros retorcidos y los huesos fracturados. Esta otra “Crash” que nos ocupa es más suave, más de andar por casa, y por eso llegó a ganar un Oscar antes de caer totalmente en el olvido. En esta película los grandes amores y los grandes odios nacen siempre de un modo involuntario: de un alcance por detrás o de un derrape en la autopista. Es un método infalible para ligar, ahora que lo pienso: localizas al objeto de tu amor, provocas un pequeño incidente de tráfico, y de las disculpas y del intercambio de datos puede que surja la chispa del romance. Pero hay que ir con cuidado, porque si el accidente es demasiado violento puede que la chispa encienda la gasolina del motor contigo dentro, atrapado por el cinturón de seguridad.

“Crash” es una película sobre el racismo. Es decir, sobre el clasismo, porque el racismo no existe. Sidney Poitier era admitido en la familia de “Adivina quién viene esta noche” no por ser negro, sino por ser médico. Los magrebíes que cruzan la valla de Melilla son moros; los jeques que aparcan sus yates en Marbella, árabes. Es la aporofobia, estúpido. Hay mucha gentuza que solo busca excusas para sentirse superior en la pirámide social. Para justificar una mirada que vaya por encima del hombro. El color de piel suele ser la más socorrida. 





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Electric Dreams: Real Life

 🌟🌟🌟


Mucho antes de que yo mismo me lo preguntara, en la resaca de algún despertar, Philip K. Dick ya barruntaba la posibilidad de que el personaje soñado sea el que nos sueña a nosotros, y no al revés. Que esto de la realidad y la vigilia quizá sea un malentendido ancestral, y que tal vez el yo verdadero, el de carne y hueso, sea el nocturno, y que nosotros sólo seamos los hologramas que brotan de su inconsciente cuando él apaga su lamparita, y se acurruca entre las sábanas, o se acuchara con su pareja a tentar la última suerte. Nosotros, con toda nuestra petulancia, y toda nuestra trascendencia de “usted no sabe con quién está hablando”, quizá nos levantamos camino del baño rascándonos un culo que en realidad sólo es ectoplasma, inconsciente sin filtros, desatado en sus funciones.

      Parece una gilipollez, y puede que lo sea, pero hay días tan absurdos, tan demenciales, en esta pretendida “realidad” de las causas y las consecuencias, que viendo el primer episodio de Electric Dreams a uno le entra como una pequeña duda, juguetona, con la que imaginar ciertos escenarios de mucho reírse o de mucho llorar. Sería difícil, en mi caso, saber cuál de los dos mundos es el real, porque lo mismo la vigilia que el sueño se parecen como dos polos del mismo zurullo que cagó el demiurgo. La tripa, además, que es mi sentido arácnido, mi intestino de zahorí, siente las mismas cosas a ambos lados del espejo, la pesadumbre o la emoción, la tristeza o el éxtasis, y se declara neutral en este debate quizá gilipollesco, o quizá fundamental.

    En Real Life, hay dos personajes que se plantean la misma pregunta, al borde mismo de la esquizofrenia: ¿yo soy el soñado o el soñador? Uno, el hombre, lleva una vida al borde del derrumbe, depresivo tras la muerte de su esposa, sin ganas ya para el sexo ni para el goce; el otro personaje, el de Anna Pacquin, se acuesta con una lesbiana guapísima que es puro fuego en la cama, y que además dice estar enamorada de ella hasta las trancas.  Demasiado bonito para ser verdad, me temo. O no...





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