El irlandés
La última noche
🌟🌟🌟
Yo también tendría que planificar un último día si tuviera que entrar
en la cárcel mañana por la mañana. Con los amigos, con la familia, con T... O no: puede que renunciara a cualquier
despedida para quedarme en la cama yo solito, encerrado
en mi habitación. Rumiar en silencio mi nueva condición. Hacerme a la idea.
Llorar todo lo llorable. Limpiarme bien el culo. Salir a la calle solo para que
Eddie hiciera sus necesidades. Serían nuestros últimos paseos por La Pedanía.
Por ahí empezaría la
comezón de mi responsabilidad: buscarle a Eddie un nuevo dueño. Como también hace Edward
Norton en la película cuando le caen siete años y un día de prisión y al echar las cuentas comprende que ya nunca volverá a verlo. Para Eddie sería un traspaso definitivo, y no una simple
cesión hasta el final de temporada. O no, quién sabe, porque en la cárcel yo me
portaría bien, sería un tipo amable y condescendiente, de los que nunca monta
broncas y se encierra a leer tan ricamente en su celda. Así que a lo mejor, con
suerte, solo cumpliría dos o tres años de la pena impuesta por el juez. O por
la jueza. Un castigo relacionado con el bolchevismo, seguramente, con la apología justiciera
de la lucha de clases. De ser así, cuando saliera de la cárcel Eddie aún
tendría 10 u 11 añitos y nos quedarían muchos senderos por recorrer, y
muchos sofás por compartir.
Tengo un amigo que
consultado sobre este tema me respondió: “Yo, la última noche, me la pasaría
follando”. Y parece un buen plan, no digo que no, como cuando en las películas va
a estrellarse el meteorito y todo el mundo se lanza al desenfreno. Pero no sé
si mi pito reaccionaría bien ante tan estresantes circunstancias. Demasiada
presión, aparte del futuro negrísimo. Un polvo de despedida, si se tuerce,
puede ser la cosa más triste del mundo. Pero también sé que hablar por mi pito es
como hablar por boca de un completo desconocido. El pito sigue lógicas
extrañas, y jamás se comporta como uno espera con la voz de la razón. Mientras no me
traicionase dentro de la cárcel, vamos bien.
Electric Dreams: Real Life
🌟🌟🌟
Mucho antes de que yo mismo me lo preguntara, en la resaca de
algún despertar, Philip K. Dick ya barruntaba la posibilidad de que el
personaje soñado sea el que nos sueña a nosotros, y no al revés. Que esto de la
realidad y la vigilia quizá sea un malentendido ancestral, y que tal vez el yo verdadero,
el de carne y hueso, sea el nocturno, y que nosotros sólo seamos los hologramas
que brotan de su inconsciente cuando él apaga su lamparita, y se acurruca entre
las sábanas, o se acuchara con su pareja a tentar la última suerte. Nosotros,
con toda nuestra petulancia, y toda nuestra trascendencia de “usted no sabe con
quién está hablando”, quizá nos levantamos camino del baño rascándonos un culo
que en realidad sólo es ectoplasma, inconsciente sin filtros, desatado en
sus funciones.
Parece una gilipollez, y puede que lo sea, pero hay días tan
absurdos, tan demenciales, en esta pretendida “realidad” de las causas y las
consecuencias, que viendo el primer episodio de Electric Dreams a uno le
entra como una pequeña duda, juguetona, con la que imaginar ciertos escenarios
de mucho reírse o de mucho llorar. Sería difícil, en mi caso, saber cuál de los
dos mundos es el real, porque lo mismo la vigilia que el sueño se parecen como dos polos del mismo zurullo que cagó el demiurgo. La tripa, además, que es mi
sentido arácnido, mi intestino de zahorí, siente las mismas cosas a ambos lados
del espejo, la pesadumbre o la emoción, la tristeza o el éxtasis, y se declara
neutral en este debate quizá gilipollesco, o quizá fundamental.
En Real Life, hay dos personajes que se plantean la
misma pregunta, al borde mismo de la esquizofrenia: ¿yo soy el soñado o el soñador?
Uno, el hombre, lleva una vida al borde del derrumbe, depresivo tras la muerte
de su esposa, sin ganas ya para el sexo ni para el goce; el otro personaje, el de Anna Pacquin, se acuesta con una lesbiana guapísima que es puro fuego en la cama, y
que además dice estar enamorada de ella hasta las trancas. Demasiado
bonito para ser verdad, me temo. O no...