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Crash

🌟🌟🌟

En Los Ángeles la gente se conoce chocando con sus coches. Es una cosa cultural y muy llamativa. Allí es imposible conocerse en las aceras, topando como seres civilizados que desparraman los folios o enredan a los perros por las correas, porque nadie en realidad camina por la ciudad. Las aceras sólo existen para acceder a los inmuebles. Es más: si vas en autobús la gente se ríe de ti, y si vas caminando, te para la policía para saber si eres un agente comunista o un subversivo que contamina el medio ambiente con la goma de tus suelas. 

Es por eso -porque todas sus historias empiezan con un coche accidentado- que la película de Paul Haggis se titula “Crash” -hostiazo, en castellano- como también se titulaba “Crash” aquella otra de David Cronenberg en la que un grupo de tarados chocaban adrede y de manera frontal para excitarse sexualmente entre los hierros retorcidos y los huesos fracturados. Esta otra “Crash” que nos ocupa es más suave, más de andar por casa, y por eso llegó a ganar un Oscar antes de caer totalmente en el olvido. En esta película los grandes amores y los grandes odios nacen siempre de un modo involuntario: de un alcance por detrás o de un derrape en la autopista. Es un método infalible para ligar, ahora que lo pienso: localizas al objeto de tu amor, provocas un pequeño incidente de tráfico, y de las disculpas y del intercambio de datos puede que surja la chispa del romance. Pero hay que ir con cuidado, porque si el accidente es demasiado violento puede que la chispa encienda la gasolina del motor contigo dentro, atrapado por el cinturón de seguridad.

“Crash” es una película sobre el racismo. Es decir, sobre el clasismo, porque el racismo no existe. Sidney Poitier era admitido en la familia de “Adivina quién viene esta noche” no por ser negro, sino por ser médico. Los magrebíes que cruzan la valla de Melilla son moros; los jeques que aparcan sus yates en Marbella, árabes. Es la aporofobia, estúpido. Hay mucha gentuza que solo busca excusas para sentirse superior en la pirámide social. Para justificar una mirada que vaya por encima del hombro. El color de piel suele ser la más socorrida. 





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Gosford Park

🌟🌟🌟

Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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