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Hipócrates

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Hay muchas formas de matar. Las que acaparan más titulares en los telediarios tienen que ver con los dictadores, los terroristas y los machistas despechados. Son los crímenes más espectaculares del repertorio y merecen la condena de cualquier espectador con raciocinio. Hay violencia explícita y culpables definidos. También son los crímenes más usados por Hollywood para enhebrar sus historias truculentas.

Pero hay formas de matar más silenciosas -e incluso más eficaces- que no forman parte de la crónica de sucesos ni de las páginas de  internacional. Cada vez que un telediario anuncia que el gobierno de Madrid o el subgobierno de cualquier autonomía va a reducir el presupuesto en sanidad se comete un crimen atroz equiparable a los citados anteriormente. Y esto ya casi nadie lo denuncia. 

De hecho, la mitad de la población vota a los partidos que defienden estos recortes asesinos; a estos tipejos y tipejas que prefieren no gastarse 1000 euros en un tratamiento para luego gastárselos en una obra no necesaria o en un fiestón con prostitutas. Son los llamados “votantes desinformados”, los tontos del culo, los sociópatas de toda la vida. Es triste pensar que uno de cada dos ciudadanos con los que te cruzas por la calle está de acuerdo con que la gente sufra más de la cuenta o se muera directamente porque la ambulancia no llegó a tiempo, la enfermera no dio abasto, el especialista estaba de vacaciones o la cama tuvo que ser atravesada en mitad de los pasillos.

Viendo “Hipócrates” me acordaba todo el rato de Isabel Natividad. Es imposible no tenerla en mente cuando los médicos de la película se ven desbordados por la falta de presupuesto. La falta de medios -insisto- costa vidas o provoca dolores insoportables. Esa mujer indeseable denegó la ayuda sanitaria a los pobres viejos del Covid argumentando que “total, todos se iban a morir”. Lo ves en una película y no terminas de creértelo. 

En aquel momento, la gente decente se echó las manos a la cabeza y yo no entendía el porqué de su sorpresa. Asesinarnos silenciosamente es un objetivo que se debate a diario en los conciliábulos del poder. Es la Solución Final de las modernas democracias.




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Las ilusiones perdidas

🌟🌟🌟🌟🌟


Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





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