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Las ilusiones perdidas

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Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





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