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En Sueño y silencio, su director, Jaime Rosales, que es un experimentador del cine que a veces acierta de plano y a veces duerme a las ovejas, consigue exactamente eso segundo que propone: sumirme en el sueño a través del silencio hermético de sus personajes.
En Sueño y silencio, su director, Jaime Rosales, que es un experimentador del cine que a veces acierta de plano y a veces duerme a las ovejas, consigue exactamente eso segundo que propone: sumirme en el sueño a través del silencio hermético de sus personajes.
Uno entiende, e incluso aplaude, que Jaime Rosales trate de hacer cine diferente y poco manido. La muerte de una hija pequeña, en manos de un director americano de la factoría, o de un sensiblero realizador de nuestro terruño, sería un espectáculo de pornografía sentimental difícil de ingerir: el drama de un matrimonio que se pasaría toda la película llorando, reprochando, ensoñando, padeciendo, gimiendo, chillando, maldiciendo, rezando... Una reacción lógica que en el cine, no sé por qué, siempre queda melodramática y un poquitín ridícula. Un espectáculo terrible. Creo que sólo una vez me creí a pies juntillas la pérdida ficticia de un hijo: fue en 21 gramos, la película de Iñárritu, con aquella soberbia Naomi Watts que se moría de dolor entre los suspiros y la incredulidad del momento.
Rosales, en su intento por ser distinto y original, convierte a sus personajes en figuras de piedra. Huyendo del espectáculo más evidente y efectista, ordena a sus actores -que en realidad no son actores profesionales- que escondan, que tapen, que se queden mirando a la nada durante minutos que se hacen interminables para el espectador. Intuimos que hay ríos de lava tratando de perforar esas máscaras de roca para brotar con rabia de sangre. Pero o los actores son cojonudos, o Rosales, en el rodaje, les atizaba con el látigo cada vez que una emoción asomaba en sus rostros. En el duermevela que me priva de la segunda parte de la película, uno, chapoteando en el marasmo, ya no recuerda bien si la hija estaba muerta o si la habían perdido en el parque; o si la chica, quizá, sólo había suspendido las matemáticas y los padres ponían cara de qué le vamos a hacer, mañana será otro día. Me cuentan que al final había unos planos muy poéticos, ensoñadores, de cine de altísima calidad, como buscando fantasmas o aventurando el milagro de una resurrección. No sé... Mientras este cine de valiosos quilates transitaba por mi televisor, yo, en el sofá, despatarrado y con babilla en los labios, ya soñaba con el próximo Mundial de fútbol, con las tardes eternas que pasaré persiguiendo la pelota por los pastos brasileños, siempre demasiado altos y resecos.