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Hace unos meses, al poco de estrenarse “Ripley”, arribó el barco pirata a La Pedanía con un cofre que contenía sus episodios. Pero yo entonces estaba empachado de ficciones y me preguntaba, además, qué sentido tenía otra versión de Tom Ripley en las pantallas. Para los cinéfilos de mi generación ya existía un Tom Ripley canónico, insustituible, que fue aquel Matt Damon con cara de no haber roto nunca un plato. Como mucho algún himen, y puede que un par de culos alegres. Así que desdeñé el género y me decanté por otras ficciones que no dejaron más huella que estos escritos tontos que fosilizan al instante.
Pero uno escucha los podcasts, y lee las revistas, y capta las confidencias, y “Ripley”, incluso después del verano que todo lo derrite, seguía muy vivo en las conversaciones. El otro día regresó el barco pirata y ya no tuve dudas de descargar su mercancía. Me picaba la curiosidad. Los fotogramas en blanco y negro de Andrew Scott prometían una maldad nueva y reconcentrada. Ese actor tiene algo muy torvo en la mirada... Ya nunca podremos leer un relato de Sherlock Holmes sin imaginarnos a otro Moriarty que no sea él.
Tom Ripley, en origen, era un tipo indescifrable y muy distinto: joven, con sex-appeal, capaz de hacer dudar a los hombres y de torcer voluntades en las mujeres. Andrew Scott, en cambio, ha perdido pelo y ya no le quedan muchos años para entrar en la aplicación de Ourtime. Estaba claro que su Ripley iba a ser muy diferente del concebido por Patricia Highsmith: uno al que se le venir de lejos y ni aun así puedes esquivarlo. También hay malvados así, magnéticos por pura maldad, irresistibles porque te puede la curiosidad y desmantelas las defensas.
Ahora que he terminado de ver “Ripley” ya puedo afirmar que es la serie del año. La temporada final de “Succession” ya tiene sucesora. Eso sí: en “Ripley” siempre pierden los millonarios. Tom Ripley se los va cargando por el camino. Es otro método para ascender en la escala social, aunque no para redistribuir la riqueza: apropiarse de sus identidades. Suplantarlos como vainas extraterrestres que duermen bajo sus camas. No sé qué hubiera pensado el camarada Lenin de todo esto.
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