Twin Peaks

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Me empieza a aburrir, y mucho, Twin Peaks. Con el paso de los capítulos uno ha caído en la cuenta de que hay personajes troncales -muy  pocos- que participan decisivamente en el misterio de Laura Palmer, y secundarios prescindibles -muy muchos- que sólo están ahí para hacer de americanos pintorescos, y estirar con sus pamplinas el chicle de los minutos. Al principio timorato, pero ahora ya sin complejos, voy pasando estas tramas sin chicha por el turmix del mando a distancia, acelerándolas sin piedad como persecuciones de policías y ladrones en la Keystone del cine mudo. Y lo hago sin que la historia principal se me despiste, o se me enfangue. Mal síntoma, pues, para una serie tan beatificada, a punto de obtener ya la santidad apostólica. 

Extrañado y avergonzado de mi creciente desilusión, leo en internet que David Lynch iba y venía de la serie sin mucho interés, atrapado en otros proyectos, o aburrido de marear la perdiz del asesino. Leo con sorpresa que en muchos episodios él sólo pasaba por allí, a supervisar por encima los guiones, a estrechar la mano del director de turno para desearle buena suerte. Y se nota. De los sueños acuciantes y los humanos tarados que teñían de oscuridad las primeras entregas, hemos pasado a la ñoñería sentimental del americano medio, y a la sobreactuación risible de unos maleantes de pacotilla. 

David Lynch es un caricaturista onírico de la vida, un tipo al que le salen retratos muy afilados, muy negros, siempre sombríos y perturbadores. Como pinturas negras de Goya, o como ironías crípticas de Buñuel. Pero esto último de Twin Peaks ya es una caricatura de la caricatura, una fotocopia de la fotocopia. Un subproducto televisivo en el que lo mejor llega al final, en los títulos de crédito, con esa sintonía mágica de Badalamenti, con ese retrato de Laura Palmer con el pelo recogido que viene a ser como una Gioconda de nuestros tiempos, de sonrisa más franca, menos enigmática tal vez, pero mucho más guapa. Dónde va usted a parar.





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A propósito de Elly

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A propósito de Elly es la película de Asghar Farhadi inmediatamente anterior a Nader y Simin. La encaro con la intención de aprender sociologías sobre la clase media iraní que, barba arriba, chador abajo, tanto se parece a la pequeña burguesía de aquí. Los personajes de Asghar Farhadi no son los paletos habituales que saca Kiarostami en sus películas, ni los ciudadanos de a pie a los que Panahi sigue por las calles. Farhadi rueda películas -no documentales agrícolas, ni seguimientos voyeuristas. Este hombre, aunque sea una costumbre desusada en el cine iraní, se presenta en los rodajes con un guión escrito previamente, con sus diálogos, sus descripciones, sus atmósferas sugeridas. Un cineasta clásico, sistemático, ¡occidental!, al que van premiando en los festivales del ancho mundo casi a regañadientes. Porque sus películas son cojonudas, y te dejan la amargura de lo inconcluso, de la flaqueza humana enfrentada a la tragedia.

A Farhadi le fascinan estos treintañeros que van alcanzando la edad difícil de la no-protesta. Ya no son los jóvenes contestatarios que montaban el pollo en las universidades, clamando contra los ayatolás. Como todos los treintañeros del mundo, ahora viven pendientes de sus matrimonios, de sus hijos pequeños, de los pequeños períodos vacacionales que pasan a orillas del mar. De algún orgasmo  que  les devuelva de vez en cuando la alegría de vivir. La teocracia que en otras películas iraníes es blanco continuo de los dardos, aquí sólo es el horizonte fastidioso que no les impide disfrutar de la vida, ni privarse de ciertos lujos. Esta burguesía iraní se parece mucho a la burguesía española que transitó por el franquismo quejándose del régimen, sí, pero con la boquita pequeña, mientras salían de merendola con el Seiscientos, y cenaban opíparamente por Navidad. 

Ver una película de Farhadi es como asomarse a un Cuéntame cómo pasó ambientado en Irán, pero en los tiempos modernos, y con un pulso muy firme en el guión: nada de cursiladas, ni de concesiones estúpidas para que se sumen alegremente los niños, y los abueletes, a tararear la puta sintonía del Cola-Cao.




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Young adult

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En Young adult, una escritora neurótica, treintañera urbana a punto de asomarse al abismo de los cuarenta, decide regresar al pueblo para reconquistar a su antiguo novio y sentar la cabeza junto a él. Harta de la vida disoluta que lleva en la ciudad, sueña con una existencia más sencilla y ordenada, alejada de los ritmos diurnos, y de las tentaciones nocturnas, que poco a poco la van volviendo loca.

Nuestra protagonista es una mujer hermosa, antigua reina de la belleza en su etapa colegial. Ella es, por supuesto, Charlize Theron, y le basta una mirada en el espejo para saber que sus ojos de gata, y su cuerpo de gacela, dejarán patidifuso al hombre que ahora pretende recuperar. Éste, sin embargo, vive felizmente casado, y acaba de estrenar una paternidad que celebra a todas horas con un entusiasmo contagioso. Aunque su mujer esté a años luz de la belleza inmaculada de Charlize, Buddy vive en un paraíso armonioso de fidelidad al que no está dispuesto a renunciar. Las palabras muy serias terminadas en “ad” gobiernan su vida de hombre maduro, y no quiere adentrarse en las selvas ignotas de sufijos inquietantes y peligrosos, como adulterio, o fornicio. 

Negará tres veces a Charlize Theron antes de que acabe la película,  aunque ella se le presente en las citas vestida con trajes escotados, o le recuerde al oído las antiguas mamadas de novietes que lo dejaban para el arrastre. Si algún asomo de duda llega a cruzar por sus ojos, lo hace a la velocidad del rayo, como espantado por el pecado mortal. Es ahí donde Young Adult deja de ser comedia ácida, o tragedia cómica, para convertirse en el retrato psiquiátrico de un hombre con evidentes problemas mentales, autista, quizá, o prosoagnósico peculiar. Sólo las piedras, o los bloques de hielo, alcanzan estas alturas de hieratismo mineral. Uno lo ve, pero no se lo cree. Y la película, poco a poco, va decayendo. La falta de respuestas verosímiles convierten Young Adult en una comedieta bizarra y fallida. 





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Los comulgantes

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Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...

Así que entiendo muy bien esta crisis espiritual del pastor Tomas Ericsson. Porque uno, además, siempre ha sospechado que son muchos los sacerdotes descreídos por completo de su fe. Cuando estos pobres muchachos son ordenados en solemne sacramento, se les hace entrega de una caja que guarda el secreto de la Suprema Existencia, envuelto en mil celofanes de encíclicas y teologías. Pero tarde o temprano, los más dubitativos, los que sintieron la llamada de Dios una mañana tonta y nunca más volvieron a escucharla, les da por mirar dentro y no encuentran nada. 

Quién creería, además, viviendo en Estocolmo, o en Malmoe, en un dios adusto de barba blanca que nos vigila desde una nube, teniendo alrededor, en cualquier dirección que reposes la mirada, un ejército terrestre de hijas de Odín, y de hermanas de Thor, que se codean contigo en cada trámite de la vida, carnales y próximas, tan poco metafísicas que hasta puedes tocarlas y oler su perfume. 

El silencio de Dios entre los suecos es un hecho que damos ya por descontado. Lo importante de Los comulgantes no reside en este drama. Ni tampoco en ese gélido amorío que viven el pastor luterano y la maestra rural enamorada de él sin esperanzas. Nadie podrá sustituir a la fallecida esposa del predicador, que al parecer lo volvía loquito en la cama, y le tenía tan feliz que no necesitaba plantearse la existencia de su Creador.  Lo que me interesa de Los comulgantes es la tragedia cotidiana de quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar pero ya no cree realmente en su trabajo. De quien vive de predicar la palabra de Dios, o la palabra de la ciencia, y sin embargo hace ya tiempo que dejó de creerse sus propios discursos. Pienso en los sacerdotes sin fe, sí, pero también en los pedagogos que han comprendido el poder irrebatible de la genética; en los adivinos que han descubierto que lo suyo sólo son chiripas afortunadas; en los psiquiatras que han comprendido que sólo la exactitud de una medicación pueden curar a sus enfermos de la locura. Pienso en la miseria cotidiana de esta gente, escéptica del oficio, que una vez creyeron sustentado sobre firmes verdades, y que ahora fingen su convicción para seguir pagando las facturas, y llenando los platos de comida. 






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Exit through the gift shop

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Uno pensaba que Exit through the gift shop iba a ser un documental enjundioso sobre Banksy, el grafitero más famoso del Street Art, personaje encapuchado y enigmático. Banksy es el autor de esas ingeniosas provocaciones que decoran los muros de varias ciudades, y que ya se han convertido en patrimonio artístico protegido, como pinacotecas al aire libre, como pinturas rupestres que dentro de algunos milenios sólo visitarán los expertos arqueólogos.  

Pero resulta que no. Exit through the gift es, al parecer -porque tampoco queda muy claro en este juego de engaños- un documental que el mismo Banksy ha realizado sobre el tipo que lo perseguía con su cámara por doquier, mientras pintaba sus transgresiones. Y ni siquiera esta línea argumental queda muy clara, pues el tal maniático de la cámara, conocido en el mundillo como Mr. Brainwash, artista hiperactivo y de medio pelo, es un personaje que queda a medio camino entre la realidad y la ficción. ¿Existe, realmente, este tipo bigotón que empezó su carrera haciendo de cameraman y ahora vende sus pedos pintados a millón de dólares por efusión? ¿O sólo es un actor –prodigioso, en tal caso- que sigue al pie de la letra el guión ficticio elaborado por Banksy?  

Dicen algunos que Mr. Brainwash sí existe, que basta una búsqueda sencilla en internet para encontrar sus referencias biográficas, y sus producciones artísticas. Otros, en cambio, aseguran que lo que figura en internet también es falso: la continuación de esta coña marinera sobre las falsas identidades, y el falso arte, que Banksy ha perpetrado a plena luz del día para reírse de nosotros, los espectadores crédulos.




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Bronson

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No acierto a saber qué quería contarnos Nicolas Winding Refn en Bronson. Al principio de la película nos avisan de que vamos a ver una historia real, pero eso no ayuda mucho a la comprensión cabal de sus intenciones. El tal Charlie Bronson es un psicópata agresivo que lo mismo apalea a un compañero de celda porque éste lo ha mirado de reojo, que le clava un pincho al funcionario porque lleva muchos meses vegetando en la misma cárcel y ya le apetece un cambio de aires, con nuevas rejas a las que asomarse, y nuevos desconchones en la pared en los que fijar su mirada lunática. Más que un preso o que un loco, Bronson es un turista de las cárceles. Él transita feliz de un centro penitenciario a otro. Parece ansioso por  batir un récord británico de traslados en furgoneta. O quizá, simplemente, es que le va la marcha, el desafío permanente a la autoridad, como aquel Paul Newman más pacífico y socarrón de La leyenda del indomable.

Sea como sea, nada queda claro en la película. O al menos en sus primeros cincuenta minutos, momento definitivo en el que este espectador aburrido, abatió su cuello en señal de rendición, y de fastidio. Regresé de la involuntaria hibernación veinte minutos después, cerca ya del final de la película, pero ni siquiera la proximidad del desenlace me hizo perseverar en el intento. Bronson seguía repartiendo hostias sin ton ni son al compás bailongo de la banda sonora. El tipo estaba ya en otra cárcel, y con otros guardias, quizá en la tercera o cuarta celda contando desde el momento en que me quedé dormido. ¿Cesará finalmente su locura? ¿Lo meterán preso para siempre en Alcatraz? ¿Lo matarán a golpes unos policías encapuchados hartos ya de sus desafíos?  Que más da, me dije. Eran ya las doce y pico de la noche. En otras frecuencias del espectro electromagnético, las tertulias deportivas de la radio bullían de asuntos mucho más interesantes, con el final de la liga de fútbol, y las Copas de Europa al rojo vivo de las eliminatorias finales. Qué me importa a mí la moraleja final de Bronson, en comparación con el arte aleatorio del balompié, del que dijo una vez Bill Shankly que no era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante. 





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Matrix

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La primera vez que vi Matrix pensé -sin mucho mérito intelectual por mi parte- que estaba viendo una adaptación moderna de los Evangelios. Neo vendría a ser la segunda encarnación del Hijo, el Mesías señalado por Morfeo el Bautista, para salvar a los hombres de su infausto destino. Pero esta vez no habría venido para redimirnos del pecado,  porque ésa es tarea que los siglos han revelado inalcanzable, incluso para un dios tan poderoso, sino para librarnos de la tiranía de las máquinas, hijas evolutivas de la raza humana, nietas de aquellos monos que hace millones de años se rascaban las pulgas subidos en los árboles.

    Neo, como Jesús de Nazaret, es al principio un hombre dubitativo y confuso, que sospecha, pero no termina de aceptar, el motivo trascendental de su muy altísima misión en la Tierra. O más bien en lo poco que ha quedado de ella, tras la guerra sin cuartel contra la Inteligencia Artificial. Neo sufrirá la traición de un discípulo que lo conducirá a la muerte. Neo resucitará gracias a la fuerza del amor. Redivivo, multiplicará por cien sus anteriores poderes, y se pasará las leyes de la física por el forro de sus asuntos, estirando la materia, falseando la gravedad, ralentizando o acelerando el tiempo a su antojo... Un nuevo superhéroe saltarín y kungfunesco, que ya no resucita muertos ni convierte el agua en vino, pero al que le bastan sus habilidades más modestas para zurrarles la badana a los antivirus con gafas de sol.


            La segunda vez que uno vio Matrix descubrió, en un segundo plano de lectura más laico y más científico, más acorde con la mentalidad ilustrada que nos anima a ver la ciencia-ficción, una ingeniosa explicación a los desajustes de la realidad que todos hemos experimentado alguna vez. Los déjà vu tan vívidos e inexplicables que los neurólogos despachan como una simple disfunción temporal de la memoria, y que nosotros, por aquello del afán de trascendencia, creemos verdaderos episodios de premonición. O de retromonición, más bien. Esos sueños tan reales y tan sentidos que luego uno, ya indudablemente despierto, se pasa horas tratando de desenredar de la realidad, tan entrelazados con ella, y tan parecidos a lo que uno experimenta en la vigilia.  Esas corazonadas que todos hemos tenido alguna vez, como magos mentalistas de los que salen en la tele, previendo acontecimientos y desenlaces que al poco tiempo se cumplían con detalle. 

    Hay veces que la realidad, casi siempre monolítica y previsible, se vuelve flexible e inestable, como si las paredes perdieran consistencia, y empezaran a derretirse. Como se derrite ese espejo cuando Neo lo toca con sus dedos timoratos, iniciado ya en el secreto de la mentira mayúscula de Matrix. 






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Hara-kiri

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Me acerco a Hara-kiri imaginando una orgía sangrienta de samuráis que desenvainan sus katanas y cercenan miembros a diestro y siniestro, como en aquella 13 asesinos que vi hace unos meses, danzarina e hipercinética, que también dirigía este Takashi Miike de filmografía tan desmesurada. Pero me encuentro, para mi decepción, con una película sosegada y trágica donde los samuráis hablan mucho del honor y  la justicia, en pláticas llenas de lirismo y de sobriedad. Pláticas que un occidental como yo, ajeno a la cultura de los japoneses, y ajeno a cualquier cultura milenaria que no sea la romana, encuentra difíciles de entender.

Uno, con los años, llevado quizá por los excesos de las películas, ha llegado a pensar que estos guerreros japoneses se suicidaban casi por cualquier cosa. La deshonra intolerable que sólo el hara-kiri podía restaurar les acechaba casi en cada encuentro, y en cada camino. Lo mismo arriesgaban la vida en el combate que en el paseo matinal para ir a comprar el pan, o para curarse un callo de los pies. Si uno se tomara las películas de los samuráis al pie de la letra, pensaría que el Bushido, con su código ético complejísimo y laberíntico, causaba más muertes entre ellos que las batallas sangrientas que los enfrentaban para defender a sus señores feudales. Esa es, al menos, la impresión que transmiten películas como Hara-kiri, que yo seguramente malinterpreto desde mi meridiana ignorancia, a tantos meridianos de distancia del Sol Naciente.



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