Matrix
El rey de Nueva York
🌟🌟
1. A veces transcurre tanto tiempo entre que descargo una película y por fin me siento a verla que ya no recuerdo el motivo de mi elección. Todavía no sé si mi cinefilia es un caos organizado o un desastre controlado.
Mientras veía “El rey de Nueva York” yo buscaba una respuesta a mi propio estupor de espectador estafado. ¿Qué crítico, qué podcast, qué reseña en la revista me puso en la pista de esta majadería ultraviolenta? La película es de Abel Ferrara, sí, pero como si fuera de Perico de los Palotes ¿Qué lengua malhadada o qué pluma desnortada me influyó para que yo descargara esta película que en realidad he estado rehuyendo durante meses, retenida durante 6 meses en mi disco duro porque una vocecita interior me advertía que la borrara como si nunca hubiera existido?
Ah, mi vocecita, siempre con voz pero casi siempre sin voto...
2. De todos modos, cualquier película que tenga en su reparto a Christopher Walken siempre tendrá, al menos, un oasis donde refugiarse y reposar el asombro. Walken siempre ha tenido una cara de puto loco que no puedes dejar de contemplar. Lo mismo cuando hace de pirado a tiempo completo que de tipo inquietante que nunca sabes por dónde te va a salir. Si había alguien capaz de interpretar a este rey de Nueva York era él: un capo ultraviolento y fascinante, tierno con los niños y salvaje con los rivales.
3. La película, por supuesto, incumple todos los ítems del test de Bechdel. Las mujeres sólo están aquí para consumir droga al lado de sus maromos y bajarles los pantalones con afanes recreativos. El descanso de los guerreros... Corría el año 1990 y todavía se rodaban películas así, de tíos-tíos, para compensar las películas de tías-tías que también hacían furor en la taquilla, casi siempre de damas victorianas que tomaban el té a las 5 y despellejaban a la buena sociedad más cercana a sus mansiones.
Megalópolis
🌟🌟
Acto 1
Se estrena “Megalópolis” en los cines de Ciudad Capital. Yo, por supuesto, no voy a verla. Prefiero esperar a que esté disponible en las plataformas o en las alforjas de la mula. En el cine no puedo soportar los ruidos de la gente que habla, que mastica, que consulta sus teléfonos móviles. Soy -o me he vuelto- un neurótico perdido.
También me he convertido en un sibarita que ya lo ve todo en versión original, con rotulicos en castellano, y en los cines de provincias -y más aún, en los cines comarcales- los subtítulos espantan a las gentes y hunden las taquillas. En Europa, con el precio de la entrada, te regalan cursos de idiomas. Pero esto no es exactamente Europa, sino la puerta de.
Acto 2
Mi amigo, que sí ha ido al cine, y me dice que “Megalópolis” ni le ha gustado ni le ha disgustado. Que más bien todo lo contrario. En la primera cerveza me dice que no la ha entendido; en la segunda que sí; en la tercera que sólo a medias.
Acto 3
Pasan los meses. Muchos meses. Anuncian que “Megalópolis” podrá verse próximamente en Apple TV. Pero yo sólo me dejo el sueldo en Movistar +, así que empiezo la búsqueda ilegal a la antigua usanza. Las copias decentes de “Megalópolis” están hiperprotegidas y no aparecen por ningún lado. Sólo screeners y mierdas así. No me pongo nervioso. No es como otras veces, que me mata la impaciencia. Si por un lado está el penúltimo legado del señor Coppola, por el otro caen las críticas terribles como hojas en otoño.
Acto 4
Por fin aparece “Megalópolis” gracias a un dealer de confianza. La pongo a descargar a varios Mbs por segundo. La cosa va que chuta. Aunque la película no ha sido nominada a ningún premio -sí, quizá, a alguno de los risibles- se ve que hay ganas de verla entre el personal. Somos muchos los cinéfilos arrastrados por la curiosidad.
Acto 5
Busco un día sin fútbol para ver “Megalópolis” en el horario estelar de las diez de la noche. Me repantigo en el sofá y apenas tardo diez minutos en reconocer que sigo viéndola porque viene firmada por Francis Ford Coppola. Si no, de qué... Esto es infumable. Un puro desvarío. La obra -tiene toda la pinta- de un megalómano octogenario.
Apocalypse Now
🌟🌟🌟🌟🌟
Río arriba está la
locura. El corazón de las tinieblas, como dijo Joseph Conrad. El coronel Kurtz
es el Lado Oscuro. El Reverso Tenebroso. El otro yo al que nunca quisiéramos conocer.
Nadie está libre de enfilar la carretera del manicomio. La persona más cuerda del
mundo solo está a dos pasos del desquiciamiento: basta un traspiés genético o una
experiencia traumática para pasar de la lucidez productiva a la lucidez de los
maniáticos.
El coronel Kurtz es el Darth
Vader de la guerra del Vietnam. Llegó al conflicto para restablecer el
equilibrio de la jungla y terminó volviéndose loco de remate. Kurtz, que parecía
construido enteramente por los midiclorianos de West Point, no pudo soportar la barbarie de la guerra más absurda del siglo XX. Vietnam ha pasado a ser, en el habla popular, un sinónimo
del sindiós que provocan los pirados al volante.
La locura del coronel Kurtz
es un aviso para los navegantes del río Nung. En especial para el capitán
Willard, que ha recibido la orden de asesinarlo. Willard también está al borde
del derrumbe, muy cerca del punto de fractura. Desde la primera escena ya susponemos que es un hombre trastornado de por sí, pero Saigón, en 1968, no parece
precisamente el mejor sitio para curarse. Es como si allí hubieran instalado un
Manicomio General para recluir a todos los militares chalados de Norteamérica. “Mejor
tenerlos allí, matando chinos, que aquí dentro planeando magnicidios”, debieron
de pensar en la Casa Blanca tras el asesinato de JFK. Es el gran problema de la
casta militar: que cuando se aburre necesita emprenderla contra algún enemigo, real o imaginario, y conviene fabricarles una guerra para que se entretengan con sus mapas y con
sus juguetes de tropecientos millones.
La II República española hizo
más o menos lo mismo con sus generales: los envió a África con la esperanza de
que los moros se revolvieran y los mantuvieron ocupados. Pero los moros no
tenían selva para esconderse, así que al final se dejaron hacer, y los generales,
sin nadie a quien bombardear o fusilar, decidieron inventarse otra cruzada para entretener las tardes de los domingos.
Contagio
🌟🌟🌟🌟
Estaba todo ahí, en Contagio, la película de Steven
Soderbergh del año 2011: la tala del bosque, el murciélago espantado, la
conexión entre especies que hasta entonces vivían separadas por la selva -como
Yahvé, muy sabiamente, dispuso en la Creación- y que al entrecruzarse producen
un monstruo de cuatro genes que se bastan para ensamblar una máquina perfecta de
matar.
Si yo fuera un conspiranoico de ultraderecha, un
terraplanista del coronavirus, o, simplemente, un merluzo sin formación, no iría
a la casa de Bill Gates a pedirle explicaciones, ni a la mansión de George Soros. Ni a
la casa del Coletas, por supuesto, en Galapagar, a insultar a sus niños para
hacer un poco de risa en la TDT de los fachas. Yo llamaría a Información,
pediría el número de teléfono del señor Soderbergh, y le preguntaría por qué
nueve años antes de que llegara el coronavirus él ya contó esta historia punto
por punto, casi calcada, si no fuera porque el virus de su película -por
aquello del efecto dramático, y de dejar acongojado al espectador- es mucho más
mortífero que el nuestro. Casi un ébola como aquel que nos pasó rozando... Un
virus peliculero con el mismo nivel destructivo que el virus de la estupidez,
que todavía no conoce vacuna, y causa, indirectamente, anualmente, por toda la
geografía del mundo, muchos más muertos que los que provoca la guerra o la
enfermedad.
Les preguntaría, a Soderbergh y a su guionista, si yo todavía no supiera que esto del COVID ya estaba anunciado en las antiguas
escrituras del SARS, quiénes fueron los virólogos masones que hace una década les asesoraron para contar que el
virus nacería en Extremo Oriente, se propagaría exponencialmente, sembraría el
caos en pocas semanas, confinaría a la gente en sus casas y dispararía el
chismorreo de que esto en realidad es un truco de las farmacéuticas, que
primero tiraron la piedra para luego poner el remedio. Como Jackie Coogan y
Chaplin en “El chico”, que primero iba el crío rompiendo los cristales y luego
su padre arreglándolos.
Si yo hubiera visto Contagio desde el otro lado de la
realidad, hoy estaría ladrando en los foros de los amiguetes con un crespón
negro en mi banderita española.
¿Dónde estás, Bernadette?
🌟🌟
La verdad es que últimamente no doy ni una con las películas.
Tengo el instinto cinéfilo adormecido, o gilipollas. Será que el calor no
termina de irse, o que ando asintomático perdido con lo del virus. A saber… Y el
caso es que el instinto cinéfilo es el único que más o menos funcionaba en mi
panoplia. ¿Será esto el principio del fin? Porque si ya me falla incluso esto -la
sabiduría de discernir las buenas películas de las malas- qué será, ay de mí, en el futuro... Un cinéfilo confundiéndose de
películas es como un micólogo confundiéndose de setas: aparte de ser imperdonable, es que te intoxicas, o te vas por la pata abajo, o puedes
incluso morirte si el error es continuado o mayúsculo. Y yo llevo unos días que al
gris tonto de la vida le añado el gris estúpido de la ficción, y ese gris
sobre gris ya sí que no hay quien lo aguante. A ver si me pongo las pilas…
Pero es que se suponía, jolín, que Richard Linklater era un
valor seguro, y que después de aquella tontería patriótica de “La última bandera”
no iba a meter la pata otra vez. Imposible, dos tropezones seguidos en don
Richard, que siempre ha sido de alternar cara y cruz, arena y cal, cagada y
flor. Un plasta, o un iluminado, según como le salga la película, pero siempre
corrigiéndose a sí mismo en la siguiente. Pues no: “¿Dónde estás, Bernadette?”
es otro rollo mayúsculo de guion errático y “buenos sentimientos” que ni la
belleza de Cate Blanchett -¿plagiando su papel en Blue Jasmine?- es
capaz de sostener.
Es que además ya está muy vista, muy manida, la mala prensa de
los superdotados, que en las películas siempre aparecen como inadaptados de la
vida, medio lelos y trastornados. Y no sé, de verdad, a qué obedece esta
tergiversación de la realidad. ¿La envidia, el desconocimiento, las ganas de
enredar? Yo he conocido en la vida real a dos superdotados indudables -un
hombre y una mujer- y a los dos les va de puta madre en sus asuntos. Nada que
ver con la pobre Bernadette, que de inverosímil causa el asombro y casi la risa.
La superdotación de mis conocidos es, precisamente, la que les permite salir airosos de todos sus problemas.
Eligen bien, calan a la gente, no se dejan engañar, viven de puta madre y se conducen por ahí con la
sonrisa del ego subido. La chulería con fundamento. Qué envidia, ostras…
Mula
Dentro de mil años, cuando de nosotros ya no queden ni el recuerdo ni las pestañas, quedará, con un poco de suerte, el apellido. Esto es lo que decía Tywin Lannister en aquel soliloquio bajo la carpa que definía los empeños de su vida. Claro que esto lo decía en los tiempos muy antiguos, cuando el apellido paterno prevalecía por ley, y existía una cadena reconocible que unía a los antepasados con sus descendientes…
Tywin Lannister, atravesado por la melancolía de Ozymandias, se lamentaba de que tarde o temprano se perderán nuestros textos y se destruirán nuestras obras. De que todo lo que comimos y viajamos, bebimos y follamos, quedará congelado en una región inaccesible del espacio-tiempo (bueno, él no decía espacio-tiempo, pero creo que nos entendemos). También se perderán los lagrimones y las desgracias, y los tiempos estúpidos que pasamos haciendo cola o viendo majaderías en la tele. Todo. Ni siquiera nuestros genes conformarán ya individuos familiares, reconocibles, porque se mezclarán y se extraviarán en las cien coyundas de las próximas generaciones, y en nuestro tataranieto ya sólo quedará un residuo de lo que nosotros fuimos, un escorzo de la nariz, o un lunar en el culo. Nos iremos por el retrete del tiempo como zurullos que una vez fueron comida fresca y palpitante, y pasaremos la eternidad en un mar oscuro y profundo que no es navegable y además no figura en ningún mapa.