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Cuando el cine posa su mirada sobre el drama de escribir, casi siempre se fija en los escritores bloqueados ante el folio en blanco, que son, con diferencia, los seres más trágicos de su especie. El cursor, que parpadea en el desierto de las arenas blancas, es la pesadilla de cualquiera que haya querido juntar dos líneas para desahogar un pensamiento, o explicar sus conclusiones ante un profesor.
Cuando el cine posa su mirada sobre el drama de escribir, casi siempre se fija en los escritores bloqueados ante el folio en blanco, que son, con diferencia, los seres más trágicos de su especie. El cursor, que parpadea en el desierto de las arenas blancas, es la pesadilla de cualquiera que haya querido juntar dos líneas para desahogar un pensamiento, o explicar sus conclusiones ante un profesor.
Sin embargo, sobre los
escritores hiperactivos que rellenan folios y folios sin terminar nunca la
tarea, el cine ha sido menos pródigo en acercamientos. Jack Torrance escribió
cien mil veces "Sin trabajo y sin cerveza Homer pierde la cabeza"
allá en el Hotel Overlook, enloquecido por los espíritus, y Michael Douglas, en
su desventura de Jóvenes Prodigiosos, camina por el folio dos mil y pico sin llegar
a ninguna conclusión sobre su novela interminable. Lo suyo no es una cuestión
de posesión demoníaca, sino la maldición de la segunda novela, que es la que
pone a prueba el talento de un escritor. Alguien dijo una vez que cualquiera
puede escribir un gran relato. Uno. Todos tenemos una historia insólita que
contar, y hasta la vida más gris y aburrida, si se da con el tono apropiado, si
se encuentran las herramientas adecuadas, puede desembocar en una obra maestra
de la literatura. Nadie llevó una vida más rutinaria que Fernando Pessoa en
Lisboa, y de los pensamientos que extraía caminando de casa al trabajo, y del
trabajo a casa, escribió el Libro del
Desasosiego. Pero, ay, la segunda novela... O ay, del blog interminable de
los logorreicos en internet... Ahí el escritor mediocre patina sin remedio, y
sin los asideros autobiográficos de los comienzos, uno ya no sabe a qué ficción agarrarse,
y sobreviene la duda y la autoflagelación. Y la escritura eterna e
improductiva.
Y más si uno, como el
personaje de Michael Douglas, conoce a otro escritor, joven y prodigioso, que
se saca las ficciones como quien se suena los mocos, o se sacude la caspa, con
la facilidad insultante de los genios. Entonces Michael Douglas se abandona a
la desesperación, y deja de afeitarse, y se pone las ropas confundidas, y hasta
sufre ausencias que son como escapatorias de la mala escritura, y ya sólo el
batacazo total podrá sacarle de esa pesadilla donde se hunde entre la
palabrería hasta quedar enterrado.