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Para que el triángulo amoroso entre dos catetos y una hipotenusa funcione en pantalla, ella, la mujer deseada, ha de ser una actriz hermosa. Si no, el espectador masculino que mora al otro lado del drama no termina de creérselo. Los hombres que nos arrellanamos en las butacas o en los sofás, necesitamos enamorarnos de una mujer atractiva para compartir el deseo arrebatado de los protagonistas. De lo contrario, lo mismo nos da el desenlace del amorío, y la película se nos escurre entre los dedos como un espectáculo callejero cualquiera.
Para que el triángulo amoroso entre dos catetos y una hipotenusa funcione en pantalla, ella, la mujer deseada, ha de ser una actriz hermosa. Si no, el espectador masculino que mora al otro lado del drama no termina de creérselo. Los hombres que nos arrellanamos en las butacas o en los sofás, necesitamos enamorarnos de una mujer atractiva para compartir el deseo arrebatado de los protagonistas. De lo contrario, lo mismo nos da el desenlace del amorío, y la película se nos escurre entre los dedos como un espectáculo callejero cualquiera.
Es por eso que Días del cielo no termina de engancharme a pesar de su preciosismo fotográfico, de la belleza que rezuma cada plano de los campos y cielos de Norteamérica. Sam Sephard, el terrateniente del cereal, y Richard Gere, el proletario sin hogar, se odian como cromagnones por culpa de una mujer, Brooke Adams, que carece del menor encanto sexual, de la menor chispa que encienda mi interés. Ella es guapilla, sí, pero de andar por casa, la vecina del quinto derecha, o la novia del amigo de las cañas. Poco más. De bellezas como la suya hay cuatro o cinco en cualquier cafetería de este pueblo donde yo vivo.
En un país como el nuestro, que es líder mundial en mujeres de tez oscura y rasgos mediterráneos, Brooke no nos llama para nada la atención. Su escuálida figura no justifica que estos dos machotes se líen a mamporros, o agarren la escopeta de cazar conejos para perseguirse por los campos del cereal. No entiendo cómo arriesgan el honor, la vida, la integridad del aparato genital, por tan poquita cosa. Un gran error de cásting. Tan detallista como es Terrence Malick con otras gilipolleces sin importancia, y en este tema capital, el de la hipotenúsica mujer, estuvo más bien despistado y poco contundente. Lástima.