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Harper, investigador privado

🌟🌟🌟🌟


Será que la película me ha pillado releyendo las novelas de Vázquez Montalbán, pero las aventuras de Harper, el investigador privado, me han recordado mucho las aventuras de Pepe, el detective de Barcelona. Lew Harper y Pepe Carvalho... También podrían haber sido Lew Carvalho y Pepe Harper. Las dos combinaciones suenan muy bien. No desmerecen el renombre de ninguno. 

Paul Newman, eso sí, es más guapo que Eusebio Poncela, que es la encarnación más recordada del detective galaicocatalán. Pero cada uno, en su ecosistema, el primero en California y el segundo en Barcelona, arrasa entre las mujeres predispuestas. Harper recibe tres o cuatro insinuaciones sexuales a lo largo de la película -que transcurre más o menos en tres días-, mientras que Carvalho, sin contar a Charo, se acuesta con un par de mujeres en cada novela de las suyas, que suelen abarcar un par de semanas de pesquisas y encontronazos. Es cierto que la muerte vive más próxima a ellos que a nosotros, amenazándoles en forma de bala, de navajazo, de accidente automovilístico. De porrazo traicionero en la cocorota. Pero no sé: me dan un poco de envidia estos fuckers de ojos claros, aunque ellos sean muy ficticios y yo tan verdadero.

“Harper, investigador privado” también se parece mucho a “El sueño eterno” porque ambas son un lío del copón. Las dos comienzan con Lauren Bacall recibiendo al detective de turno en un casoplón, lo que contribuye mucho al parecido. Pero no es solo eso: el caso de Lew Harper es casi tan enredoso como aquel otro de Philip Marlowe, con un malo que secuestra a uno que había desfalcado a otro que había asesinado a no sé quién... Y muchas mujeres fatales de por medio. 

En ambos casos el enredo no desmerece la película, pero sí que te obliga a rascarte de vez en cuando el colodrillo. “Harper, investigador privado” parece cine para todos los públicos, entretenido y escapista, pero en realidad es una película muy intelectual, para gente despierta y de muy buena memoria. 


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Psicosis

🌟🌟🌟🌟

Hablan en la radio del impacto que produjo Psicosis en los espectadores de 1960. Tuvo que ser un acontecimiento brutal, rompedor, del que ahora los espectadores modernos, hechos a la sangre y a los terrores, no llegamos a hacernos una idea cabal. No se veía una cosa igual desde que los hermanos Lumière proyectaron su primera película en París, y los asistentes, aterrorizados ante el tren que creían real y próximo, se levantaron despavoridos. Los espectadores de Psicosis eran un público virginal, desentrenado, que se quedó boquiabierto y acojonado con la famosa escena de la ducha. Cuentan, en la radio, que a tanto llegó el miedo, la sugestión, la paranoia tan genuinamente americana, que en Estados Unidos se hundió el mercado de cortinas de baño no transparentes. Algún pobre desgraciado que se ganaba la vida honradamente se fue a la bancarrota por culpa de Alfred Hitchcock. 

Yo mismo, de chaval, recuerdo haberme meado de miedo en la ducha durante semanas, tras haber visto Psicosis en el programa de Ibáñez Serrador, Mis terrores favoritos, en aquellas sesiones de desensibilización al terror que mi padre estableció como obligatorias. Yo cerraba los ojos para aplicarme el champú Geniol y durante aquellos segundos eternos de frotamiento capilar, imaginaba la puerta abierta, la silueta recortada, la mano que apartaba la cortina, el cuchillo jamonero que surcaba el aire... Era un pensamiento estúpido, matemáticamente improbable, allá en el León de los años ochenta, tan lejos de los moteles de carretera donde los norteamericanos perpetran sus psicopatismos. No había familiares locos que vivieran en casa, ni ladrones que buscando el joyero se metieran en el baño disfrazados de bata y peluquín. Era la mía una idiotez estadística, una cagalera sin fundamento, un mero recordar la puta escena porque uno estaba allí, desnudo, bajo el agua, como Janet. Pero ya es sabido que en los segundos eternos del champú los fantasmas vagan a su antojo, alimentándose de espuma, y de agua caliente. Yo también fui una víctima de Psicosis, diferida en el tiempo, algo anacrónica ya. Un sufridor silente bajo la ducha.




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